[Para Ita]
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Quería vivir intensamente y sorberle todo su jugo a la vida.
Abandonar todo lo que no era vida, para no descubrir,
en el momento de mi muerte, que no había vivido.
H.D. Thoreau.
Un pie delante del otro, una y otra vez. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha.
La vagabunda hacía equilibrios sobre la barandilla del puente. Si perdía pie, le esperaba una caída de cincuenta metros a las aguas heladas del río. Pero ella iba segura y resuelta. Le gustaba el riesgo, la adrenalina; sentirse viva. No como aquellos que la miraban con los ojos desorbitados, pensando que la locura invadía su mente. A ella no le importaba. Prefería estar loca a ser como ellos, atados a sus quehaceres y a banalidades; seres cuya vida les ha sido arrancada, quedando simplemente objetos que ven pasar las horas mientras ven la teletienda sentados en sus sofás.
Una vez cruzado el puente, acabó en un apartado barrio. Bailó y cantó con dos hombres de piel morena que tocaban sus saxofones a ritmo de jazz, dando forma a una canción que hablaba de una ciudad lejana. Algunos hombres trajeados y mujeres embutidas en lentejuelas y satén se paraban a mirarlos, sintiendo de pronto un arrebato de alma dentro de sus cuerpos vacíos. Pero siempre retornaban a su rutina, ahogando su espíritu entre dinero y joyas. Ella se reía de ellos, de sus vestimentas y peinados ridículos, de colores imposibles e irreales.
Se despidió de los músicos y acabó en el parque. Aspiró el aroma de la naturaleza, del fresco verdor. Con una pícara sonrisa, se descalzó para sentir el tacto de la hierba bajo sus plantas. Corrió a través de las colinas de césped artificial, hasta que tropezó, y después comenzó a rodar sobre sí misma, colina abajo, hasta llegar a un lago. Entonces, se deshizo de su sucio abrigo, de su deshilachado vestido y de su gorro de lana y se zambulló en la fresca agua. Buceó hasta tocar el fondo, lleno de bolsas de plástico y hojalatas; y luego emergió, como una auténtica ninfa griega. Los muchachos la espiaban boquiabiertos, sorprendidos al ver una hermosa joven bajo toda la mugre y polvo. Ella les saludó, traviesa, y nadó cual mariposa; creando ondas a su alrededor, perturbando la paz de las aguas con movimientos uniformes, creando un bello espectáculo que nadie se detuvo a mirar.
Horas más tarde, ya vestida de nuevo, la vagabunda se echó a dormir en un callejón olvidado entre cartones y algunos compañeros. Los taciturnos que paseaban por la urbe los miraban con lástima, pero ella sonreía. En las calles había conocido el verdadero compañerismo, el sacrificio, la compasión, la generosidad, la amistad, la belleza de las pequeñas cosas, el amor. Había descubierto la verdadera vida, no como la de aquellos que se zambullían entre facturas, alcohol y burocracia, al igual que ella lo hacía en las aguas del lago.
Y, rodeada de olor a brea y humo, la vagabunda de cabellos que brillaban como el sol se entregó a Morfeo, quien la recibió como una vieja amiga.
[Para Aru]
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Al principio, todo era oscuridad. Después, una suave luz se posó, blanca y pura, sobre la bailarina. Ataviada con un precioso vestido hecho de sueños, sacrificio y nubes; comenzó su danza de movimientos delicados y gráciles, acompañada por un cuarteto de cuerda.
Había trabajado mucho para llegar a ese momento: no sólo meses de entrenamiento y práctica, sino mucho más. Había tenido que esforzarse para llegar a ser el cisne que era. Blanco, perfecto, delicado.
Ya no quedaban fotos de su yo anterior: una mezcla de lodo y malformaciones. Horrorosa, putrefacta, imperfecta. Mucho le había costado cambiar todo eso, pero al fin lo había conseguido. Ya no habrían burlas, nadie volvería a reírse de ella. La envidiarían y la admirarían. Las chicas querrían ser como ella, los chicos mirarían su cuerpo al pasar. Dejaría las sombras y el anonimato para alzarse, como una diosa de la belleza.
No volvería a llorar, ni a odiarse a sí misma.
Había dado todo por el ballet, y al fin se veía compensado. Había ensayado días, tardes y noches; bailando hasta que le salieran callos, saltando más alto, flexionando más sus articulaciones; hasta ser completamente pulida, sin cantos ni esquinas.
Lo admitía, las primeras semanas lo había visto como un imposible, e incluso había recaído en su fatal existencia anterior. Pero con perseverancia y ahínco se había mantenido. Y eso era lo que importaba, al final, volver a levantarse, hasta conseguir transformarse en lo que ella quería.
Un cisne, un hada, una ninfa. Blanca como la nieve, de labios rojos como el carmín; tal y como una princesa de cuento. Y liviana, liviana para poder volar y elevarse sobre los demás; liviana hasta ser como una pluma.
Pero ella no se contentaba, no se sentía lo suficientemente perfecta. Necesitaba estirarse más, estar más pálida, ser más delgada.
Y eso es lo que la destruyó. Tras el estreno de su primera función, no volvió a subirse a un escenario. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho consigo misma, cuando se percató de que no pararía hasta los cero gramos, hasta desvanecerse; ya era demasiado tarde. La encontrarían sola, en su apartamento del centro, con las muñecas sangrantes dentro de la bañera. Tal vez fuera un cliché, pero ella lo veía romántico, incluso mágico.
Muchos se preguntarían por qué, pero sólo ella lo sabía, y se había llevado el secreto a la tumba. Creía haber callado las voces de su cabeza al cambiar, pensaba que jamás la volverían a molestar. Pero cuando supo que jamás se irían, que estaba completamente maldita, no pudo soportarlo.
No dejó carta, ni despedidas. No había nadie ya que la esperara, o al menos así lo veía ella. Se había obsesionado tanto que sus amigos habían ido desapareciendo, y los pocos que quedaban los había echado ella de su vida. Ella había sido su propio verdugo.
Ella, la princesa de las nieves.
Había trabajado mucho para llegar a ese momento: no sólo meses de entrenamiento y práctica, sino mucho más. Había tenido que esforzarse para llegar a ser el cisne que era. Blanco, perfecto, delicado.
Ya no quedaban fotos de su yo anterior: una mezcla de lodo y malformaciones. Horrorosa, putrefacta, imperfecta. Mucho le había costado cambiar todo eso, pero al fin lo había conseguido. Ya no habrían burlas, nadie volvería a reírse de ella. La envidiarían y la admirarían. Las chicas querrían ser como ella, los chicos mirarían su cuerpo al pasar. Dejaría las sombras y el anonimato para alzarse, como una diosa de la belleza.
No volvería a llorar, ni a odiarse a sí misma.
Había dado todo por el ballet, y al fin se veía compensado. Había ensayado días, tardes y noches; bailando hasta que le salieran callos, saltando más alto, flexionando más sus articulaciones; hasta ser completamente pulida, sin cantos ni esquinas.
Lo admitía, las primeras semanas lo había visto como un imposible, e incluso había recaído en su fatal existencia anterior. Pero con perseverancia y ahínco se había mantenido. Y eso era lo que importaba, al final, volver a levantarse, hasta conseguir transformarse en lo que ella quería.
Un cisne, un hada, una ninfa. Blanca como la nieve, de labios rojos como el carmín; tal y como una princesa de cuento. Y liviana, liviana para poder volar y elevarse sobre los demás; liviana hasta ser como una pluma.
Pero ella no se contentaba, no se sentía lo suficientemente perfecta. Necesitaba estirarse más, estar más pálida, ser más delgada.
Y eso es lo que la destruyó. Tras el estreno de su primera función, no volvió a subirse a un escenario. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho consigo misma, cuando se percató de que no pararía hasta los cero gramos, hasta desvanecerse; ya era demasiado tarde. La encontrarían sola, en su apartamento del centro, con las muñecas sangrantes dentro de la bañera. Tal vez fuera un cliché, pero ella lo veía romántico, incluso mágico.
Muchos se preguntarían por qué, pero sólo ella lo sabía, y se había llevado el secreto a la tumba. Creía haber callado las voces de su cabeza al cambiar, pensaba que jamás la volverían a molestar. Pero cuando supo que jamás se irían, que estaba completamente maldita, no pudo soportarlo.
No dejó carta, ni despedidas. No había nadie ya que la esperara, o al menos así lo veía ella. Se había obsesionado tanto que sus amigos habían ido desapareciendo, y los pocos que quedaban los había echado ella de su vida. Ella había sido su propio verdugo.
Ella, la princesa de las nieves.
[Para River]
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En mitad de la noche, una alarma sonó en un reloj de pulsera. Laura abrió los ojos y la apagó rápidamente, con un solo movimiento. Se bajó de la cama de un salto, apoyando sus pequeños pies en el frío suelo de la habitación. Eran las dos de la mañana, hora del cambio de turno de las enfermeras. La hora estipulada.
La niña se puso las suaves zapatillas que su abuela le había regalado para mantener los pies calentitos y la bata. Salió sigilosamente de la sala, tratando de no despertar a los demás chiquillos. Bueno, excepto a Carlos. Pero él nunca dormía.
Con sus pasos de danzarina, la pequeña recorrió el pasillo de la tercera planta, hasta pararse en la última puerta. Estaba demasiado oscuro para leer el cartel de la puerta, pero ella no necesitaba leerlo.
Tampoco hubiese podido.
Una vez dentro, conocía de memoria el camino hasta su cama: al fondo a la izquierda, al lado de la ventana. Tampoco necesitaba mirar a su amigo para saber que estaría como siempre, sentado en su silla, mirando al firmamento. Soñando con tocar las estrellas. Laura sabía lo que pensaba: sólo necesitaba conseguir levantarse y estirarse unos palmos, y ya podría alcanzarlas. Ella le había dicho cien mil veces que ni de pie llegaría a las estrellas, pero sabía que no consistía en eso. Las estrellas eran sólo una metáfora. Pero Juan estaba encadenado de por vida a su silla, y jamás rozaría siquiera los astros.
Laura se sentó en la cama, y como todas las noches, le preguntó:
—¿Qué haces, Juan?
Él no se sobresaltó al oír aquella voz, surgida de pronto de entre las sombras. La conocía tan bien que sabía qué iba a decir incluso antes de hablar. Era algo estable en su vida, un punto en el que agarrarse cuando todo lo demás iba a la deriva. Al igual que a ella le pasaba con él.
—Miro las estrellas —respondió, como siempre.
Después, Juan se dedicó a explicarle detalladamente todas y cada una de las constelaciones, sus nombres y el origen de estos. Laura se tumbó en la cama mientras sus oídos se llenaban de la voz de Juan, apasionada e ilusionada. Así era él. Bajo la almohada, notó la presencia de algo duro. Un libro de astronomía, sin duda.
El niño también le explicó cómo era aquella noche: no había nubes en el firmamento, ni ruido de vehículos. La calle entera estaba limpia, como si hubiera llovido durante días y toda la mugre se hubiese ido por los sumideros. Laura bebía de aquellas palabras, lo más cercano a la realidad que jamás podría tener. Adoraba los relatos de su amigo, sobre los árboles, el mar, la Luna. Lo que más le encantaba a Laura era la Luna. Ella era la reina de la Noche, blanca, grande y redonda.
Como sus ojos, que jamás podrían ver ninguna de las fases lunares, ni el cabello desaliñado de Juan, que brillaba como el Sol.
Que jamás podrían ver nada.
Al pensar en eso, Laura lloraba; y Juan también. Todas las noches acababan así, abrazados, derramando lágrimas que se fundían al caer como si provinieran de un solo rostro. Endureciéndose, recordando que se tenían el uno al otro, haciéndose cada vez un poquito más fuertes.
Después, Laura ayudaba a Juan a subirse a la cama, y ambos se quedaban dormidos, con los rostros húmedos y las manos entrelazadas.
Siempre juntos.
La niña se puso las suaves zapatillas que su abuela le había regalado para mantener los pies calentitos y la bata. Salió sigilosamente de la sala, tratando de no despertar a los demás chiquillos. Bueno, excepto a Carlos. Pero él nunca dormía.
Con sus pasos de danzarina, la pequeña recorrió el pasillo de la tercera planta, hasta pararse en la última puerta. Estaba demasiado oscuro para leer el cartel de la puerta, pero ella no necesitaba leerlo.
Tampoco hubiese podido.
Una vez dentro, conocía de memoria el camino hasta su cama: al fondo a la izquierda, al lado de la ventana. Tampoco necesitaba mirar a su amigo para saber que estaría como siempre, sentado en su silla, mirando al firmamento. Soñando con tocar las estrellas. Laura sabía lo que pensaba: sólo necesitaba conseguir levantarse y estirarse unos palmos, y ya podría alcanzarlas. Ella le había dicho cien mil veces que ni de pie llegaría a las estrellas, pero sabía que no consistía en eso. Las estrellas eran sólo una metáfora. Pero Juan estaba encadenado de por vida a su silla, y jamás rozaría siquiera los astros.
Laura se sentó en la cama, y como todas las noches, le preguntó:
—¿Qué haces, Juan?
Él no se sobresaltó al oír aquella voz, surgida de pronto de entre las sombras. La conocía tan bien que sabía qué iba a decir incluso antes de hablar. Era algo estable en su vida, un punto en el que agarrarse cuando todo lo demás iba a la deriva. Al igual que a ella le pasaba con él.
—Miro las estrellas —respondió, como siempre.
Después, Juan se dedicó a explicarle detalladamente todas y cada una de las constelaciones, sus nombres y el origen de estos. Laura se tumbó en la cama mientras sus oídos se llenaban de la voz de Juan, apasionada e ilusionada. Así era él. Bajo la almohada, notó la presencia de algo duro. Un libro de astronomía, sin duda.
El niño también le explicó cómo era aquella noche: no había nubes en el firmamento, ni ruido de vehículos. La calle entera estaba limpia, como si hubiera llovido durante días y toda la mugre se hubiese ido por los sumideros. Laura bebía de aquellas palabras, lo más cercano a la realidad que jamás podría tener. Adoraba los relatos de su amigo, sobre los árboles, el mar, la Luna. Lo que más le encantaba a Laura era la Luna. Ella era la reina de la Noche, blanca, grande y redonda.
Como sus ojos, que jamás podrían ver ninguna de las fases lunares, ni el cabello desaliñado de Juan, que brillaba como el Sol.
Que jamás podrían ver nada.
Al pensar en eso, Laura lloraba; y Juan también. Todas las noches acababan así, abrazados, derramando lágrimas que se fundían al caer como si provinieran de un solo rostro. Endureciéndose, recordando que se tenían el uno al otro, haciéndose cada vez un poquito más fuertes.
Después, Laura ayudaba a Juan a subirse a la cama, y ambos se quedaban dormidos, con los rostros húmedos y las manos entrelazadas.
Siempre juntos.
[Para Tidus]
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Noche cerrada en Arabia. Los luceros brillaban en la manta de terciopelo oscuro que era el firmamento, como los brillantes del collar de una hermosa mujer.
El visir estaba sentado en su trono, solo en la majestuosa sala. Apoyaba el mentón en su moreno puño, mientras con la otra mano se rascaba su recortada perilla. Sus ojos denotaban cansancio, causado por las largas horas frente a libros de cuentas y poderosos hechizos; por las experiencias vividas que muchos no habrían podido soportar; por haber amado y perdido.
En ese preciso instante, rodeados de sombras y lujosos tapices, aquellos dos granates observaban con avidez una esfera lisa y reluciente en la que, si mirabas sin apartar la vista el suficiente tiempo, podrías notar una leve bruma atrapada entre sus redondeadas paredes. Aquel era un instrumento de gran poder, que sólo él podía poseer. Ni siquiera su familia sabía de su existencia. Y era lo mejor. Sus hijas no estaban preparadas para conocer aquella faceta de su padre. Debían conocer al gran visir, pero no al poderoso brujo. No todavía.
Al menos, dos de ellas no. Tal vez su hija mediana hubiese estado preparada. Después de todo, siempre había sido la más perspicaz de las tres. La mayor tenía siempre la cabeza en otros lugares, distraída en sus propios asuntos; y la pequeña era demasiado joven e inexperta. Pero la otra… El visir podía notar la magia en ella. Ambos eran iguales.
Y eso era lo que los había destruido.
No había día en el que no pensara en su pequeña hija, la que más había protegido del cruel mundo que los acechaba. Tal vez por eso ella se había ido, queriendo escapar de las comodidades y la seguridad. Tenía la sabiduría de su padre, pero también el espíritu de aventurera (y la terquedad) de su madre. El visir dibujó en su rostro una leve sonrisa al recordar a la mujer que hubo amado una vez. Ella también se había marchado, había desaparecido como consecuencia de los errores de ambos. Los mismos fallos que había cometido con su hija, regalándole todo lo que cualquier niña normal ni se hubiera atrevido a soñar. Pero ella no era como las demás. Ella era especial, única.
Una chispa color sangre surgió de las profundidades de la esfera. El visir, más joven de lo que en realidad aparentaba, asió la bola con las dos manos; como si fuera la única forma de sobrevivir a una tormenta de arena. Poco a poco, en su superficie se fue dibujando una imagen cada vez más nítida, hasta que los rostros y los contornos se dibujaron.
Y allí, con el tamaño de un pulgar, vio a su hija, ataviada con las mismas ropas que sus sirvientes; vestimentas pobres que desentonaban con su hermosa piel y sus oscuros cabellos. Sonreía, mostrando su hoyuelo en la mejilla izquierda. Estaba sentada en el suelo de una destartalada habitación, junto a un joven algunos años mayor. El visir frunció el ceño al vislumbrarlo. El hombre que le había robado a su chiquitina. Igual de desarrapado que ella (aunque no con el mismo contraste), no era atractivo, ni demasiado inteligente (según las fuentes del gobernador). Pero aún así, su hija lo había escogido. Había preferido a aquel don nadie a su padre. Y aquello era lo que más le enfurecía, lo que más le hacía odiar a aquel desgraciado.
De pronto, la gran puerta del salón se abrió. El visir escondió entre los pliegues de su túnica de vivos colores el mágico objeto, pero se relajó al ver la pequeña cabecita pelirroja de su hija menor. El mismo color que el de su progenitora.
El visir sacudió la cabeza. ¿Por qué le venían esos recuerdos a la cabeza justo ahora? Hacía mucho que la había olvidado. O al menos, eso creía.
—Río, hija, ¿puedes llamar al capitán de la guardia? Por favor —pese a su tono amable, sus hijas habían aprendido a no desobedecer a su padre. Y sobre todo, después de la marcha de una de sus hermanas.
La pequeña Río asintió y se marchó corriendo alegremente por donde había venido. Era tan inocente, tan alegre… Ni siquiera entendía la marcha de su hermana.
A los pocos minutos, su hija regresó con el capitán de la guardia, un hombre de confianza. De los pocos que le quedaban, reflexionó el visir. Y él sabía cómo cuidar a sus allegados.
Tras los debidos saludos y reverencias, y una vez Río se hubo retirado; el visir salió al balcón caminando solemnemente. De espaldas al capitán, miró su bola de cristal que relucía bajo la luz de las estrellas y ordenó:
—Mi hija Nuxal está en una de las chabolas de las afueras del Bazar, concretamente en una de tejado azul. Traiganla ante mí y arresten al joven que está con ella.
Cuando su fiel vasallo se hubo marchado, el visir guardó su esfera mágica en su baúl secreto. Después, se sentó de nuevo en su trono, con el rostro impasible. Una voz surgió de la puerta secundaria, sólo permitida para un pequeño círculo:
—Volverá a escapar. Lo sabe, ¿verdad, padre?
El hombre no tuvo que girarse para comprender que su hija mayor lo había escuchado todo. Tenía una gran habilidad para la ocultación y el espionaje. Si tuviera capacidad de liderazgo… Hubiese sido la heredera perfecta.
El visir no respondió. Se quedó pensativo, mirando al infinito; desoyendo las palabras de su primogénita.
Tratando de ignorar a su conciencia, que le echaba en cara lo que había hecho.
Había vuelto a cometer el mismo error.
El visir estaba sentado en su trono, solo en la majestuosa sala. Apoyaba el mentón en su moreno puño, mientras con la otra mano se rascaba su recortada perilla. Sus ojos denotaban cansancio, causado por las largas horas frente a libros de cuentas y poderosos hechizos; por las experiencias vividas que muchos no habrían podido soportar; por haber amado y perdido.
En ese preciso instante, rodeados de sombras y lujosos tapices, aquellos dos granates observaban con avidez una esfera lisa y reluciente en la que, si mirabas sin apartar la vista el suficiente tiempo, podrías notar una leve bruma atrapada entre sus redondeadas paredes. Aquel era un instrumento de gran poder, que sólo él podía poseer. Ni siquiera su familia sabía de su existencia. Y era lo mejor. Sus hijas no estaban preparadas para conocer aquella faceta de su padre. Debían conocer al gran visir, pero no al poderoso brujo. No todavía.
Al menos, dos de ellas no. Tal vez su hija mediana hubiese estado preparada. Después de todo, siempre había sido la más perspicaz de las tres. La mayor tenía siempre la cabeza en otros lugares, distraída en sus propios asuntos; y la pequeña era demasiado joven e inexperta. Pero la otra… El visir podía notar la magia en ella. Ambos eran iguales.
Y eso era lo que los había destruido.
No había día en el que no pensara en su pequeña hija, la que más había protegido del cruel mundo que los acechaba. Tal vez por eso ella se había ido, queriendo escapar de las comodidades y la seguridad. Tenía la sabiduría de su padre, pero también el espíritu de aventurera (y la terquedad) de su madre. El visir dibujó en su rostro una leve sonrisa al recordar a la mujer que hubo amado una vez. Ella también se había marchado, había desaparecido como consecuencia de los errores de ambos. Los mismos fallos que había cometido con su hija, regalándole todo lo que cualquier niña normal ni se hubiera atrevido a soñar. Pero ella no era como las demás. Ella era especial, única.
Una chispa color sangre surgió de las profundidades de la esfera. El visir, más joven de lo que en realidad aparentaba, asió la bola con las dos manos; como si fuera la única forma de sobrevivir a una tormenta de arena. Poco a poco, en su superficie se fue dibujando una imagen cada vez más nítida, hasta que los rostros y los contornos se dibujaron.
Y allí, con el tamaño de un pulgar, vio a su hija, ataviada con las mismas ropas que sus sirvientes; vestimentas pobres que desentonaban con su hermosa piel y sus oscuros cabellos. Sonreía, mostrando su hoyuelo en la mejilla izquierda. Estaba sentada en el suelo de una destartalada habitación, junto a un joven algunos años mayor. El visir frunció el ceño al vislumbrarlo. El hombre que le había robado a su chiquitina. Igual de desarrapado que ella (aunque no con el mismo contraste), no era atractivo, ni demasiado inteligente (según las fuentes del gobernador). Pero aún así, su hija lo había escogido. Había preferido a aquel don nadie a su padre. Y aquello era lo que más le enfurecía, lo que más le hacía odiar a aquel desgraciado.
De pronto, la gran puerta del salón se abrió. El visir escondió entre los pliegues de su túnica de vivos colores el mágico objeto, pero se relajó al ver la pequeña cabecita pelirroja de su hija menor. El mismo color que el de su progenitora.
El visir sacudió la cabeza. ¿Por qué le venían esos recuerdos a la cabeza justo ahora? Hacía mucho que la había olvidado. O al menos, eso creía.
—Río, hija, ¿puedes llamar al capitán de la guardia? Por favor —pese a su tono amable, sus hijas habían aprendido a no desobedecer a su padre. Y sobre todo, después de la marcha de una de sus hermanas.
La pequeña Río asintió y se marchó corriendo alegremente por donde había venido. Era tan inocente, tan alegre… Ni siquiera entendía la marcha de su hermana.
A los pocos minutos, su hija regresó con el capitán de la guardia, un hombre de confianza. De los pocos que le quedaban, reflexionó el visir. Y él sabía cómo cuidar a sus allegados.
Tras los debidos saludos y reverencias, y una vez Río se hubo retirado; el visir salió al balcón caminando solemnemente. De espaldas al capitán, miró su bola de cristal que relucía bajo la luz de las estrellas y ordenó:
—Mi hija Nuxal está en una de las chabolas de las afueras del Bazar, concretamente en una de tejado azul. Traiganla ante mí y arresten al joven que está con ella.
Cuando su fiel vasallo se hubo marchado, el visir guardó su esfera mágica en su baúl secreto. Después, se sentó de nuevo en su trono, con el rostro impasible. Una voz surgió de la puerta secundaria, sólo permitida para un pequeño círculo:
—Volverá a escapar. Lo sabe, ¿verdad, padre?
El hombre no tuvo que girarse para comprender que su hija mayor lo había escuchado todo. Tenía una gran habilidad para la ocultación y el espionaje. Si tuviera capacidad de liderazgo… Hubiese sido la heredera perfecta.
El visir no respondió. Se quedó pensativo, mirando al infinito; desoyendo las palabras de su primogénita.
Tratando de ignorar a su conciencia, que le echaba en cara lo que había hecho.
Había vuelto a cometer el mismo error.
[Para Orb]
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Beep, beep, beep.
En mi vida normal, no había ninguna canción en el despertador. Sólo simples y monótonos pitidos, que se incrustaban en mi cerebro hasta despojarme de todo el cansancio.
En mi vida normal, un café componía todo el desayuno. No había grandes comedores llenos de toda la comida capaz de imaginar, con platos que se rellenaban mágicamente; ni mayordomos que te sirvieran esas crêpes que tanto adorabas. No, nada de eso. Sólo café.
En mi vida normal, mi ropa era sencilla. Sin estampados, ni colores vistosos. Ni demasiado ceñida, ni demasiado holgada. En mi armario sólo había vestimentas mediocres, no aptas para excéntricos. Ni para soñadores.
En mi vida normal, el instituto transcurría con la lentitud habitual. No había clases magistrales donde los profesores nos hicieran amar su asignaturas, plantearnos dedicarnos a ella en el futuro. No había proyectos para los alumnos: teatro, música, escritura, pintura… Nada de nada. Sentarse durante tres horas, pausa para almorzar, otras tres horas y a casa. Lo mismo habría dado que todos fuéramos muñecos de cera.
En mi vida normal, las tardes se basaban en hacer las tareas para las clases y ver algún absurdamente conocido programa de televisión, sentada en el sofá, cuando en realidad no estaba prestando atención. Si me preguntaran acerca de su trama, dejaría la respuesta en blanco.
En mi vida normal, me acostaba a una hora razonable, pues tampoco tenía nada importante que hacer para tener que trasnochar. Me metía en la cama, cerraba los ojos y me dormía.
Sin soñar.
Aquella era mi vida normal, una vida en la que todos los días eran idénticos y pasaban sin apenas hacer ruido, cruzando la puerta del olvido para no volver jamás. Llevaba dieciséis años en aquella vida. Tal vez llamarla vivir sería exagerar. Era simplemente sobrevivir. Un día más, un día menos. Poco importaba.
No había música, ni novelas, ni poesía, ni cuadros, ni esculturas. No había abrazos, ni besos, ni caricias, ni sonrisas. No había insultos, ni heridas, ni violencia. No había guerra, pero tampoco había paz. Era una especie de limbo entre la existencia y la inexistencia, entre el sueño y la vigilia.
No sabría decir si amaba u odiaba aquella rutina. Lo que sí puedo afirmar que desde que me desperté aquel día, supe que jamás iba a volver a aquella aburrida sensación de seguridad.
Que mi vida había terminado, y que otra estaba a punto de comenzar.
En mi vida normal, no había ninguna canción en el despertador. Sólo simples y monótonos pitidos, que se incrustaban en mi cerebro hasta despojarme de todo el cansancio.
En mi vida normal, un café componía todo el desayuno. No había grandes comedores llenos de toda la comida capaz de imaginar, con platos que se rellenaban mágicamente; ni mayordomos que te sirvieran esas crêpes que tanto adorabas. No, nada de eso. Sólo café.
En mi vida normal, mi ropa era sencilla. Sin estampados, ni colores vistosos. Ni demasiado ceñida, ni demasiado holgada. En mi armario sólo había vestimentas mediocres, no aptas para excéntricos. Ni para soñadores.
En mi vida normal, el instituto transcurría con la lentitud habitual. No había clases magistrales donde los profesores nos hicieran amar su asignaturas, plantearnos dedicarnos a ella en el futuro. No había proyectos para los alumnos: teatro, música, escritura, pintura… Nada de nada. Sentarse durante tres horas, pausa para almorzar, otras tres horas y a casa. Lo mismo habría dado que todos fuéramos muñecos de cera.
En mi vida normal, las tardes se basaban en hacer las tareas para las clases y ver algún absurdamente conocido programa de televisión, sentada en el sofá, cuando en realidad no estaba prestando atención. Si me preguntaran acerca de su trama, dejaría la respuesta en blanco.
En mi vida normal, me acostaba a una hora razonable, pues tampoco tenía nada importante que hacer para tener que trasnochar. Me metía en la cama, cerraba los ojos y me dormía.
Sin soñar.
Aquella era mi vida normal, una vida en la que todos los días eran idénticos y pasaban sin apenas hacer ruido, cruzando la puerta del olvido para no volver jamás. Llevaba dieciséis años en aquella vida. Tal vez llamarla vivir sería exagerar. Era simplemente sobrevivir. Un día más, un día menos. Poco importaba.
No había música, ni novelas, ni poesía, ni cuadros, ni esculturas. No había abrazos, ni besos, ni caricias, ni sonrisas. No había insultos, ni heridas, ni violencia. No había guerra, pero tampoco había paz. Era una especie de limbo entre la existencia y la inexistencia, entre el sueño y la vigilia.
No sabría decir si amaba u odiaba aquella rutina. Lo que sí puedo afirmar que desde que me desperté aquel día, supe que jamás iba a volver a aquella aburrida sensación de seguridad.
Que mi vida había terminado, y que otra estaba a punto de comenzar.
[Para todos vosotros]
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31 de Diciembre. No sabría decir cómo ni quién organizó todo, pero la verdad era aquello:
Estamos todos allí.
Mentos, Sito, Soda, Lait y Sheldon, dirigiéndose los insultos más cariñosos que mis tímpanos han oído nunca. Crys, Aru, Bond, Jolou y Mario, charlando de cosas que ni ellos entienden realmente. Orb, Tidus y Riv, discutiendo sobre asuntos familiares como si fuera algo cotidiano.
En un rincón, estaban Red y Kairi, leyendo las desgracias ajenas en ADV. Por ahí se ve a Espe y a Suzu, cantando Let it Go como si realmente fuera a salir hielo de sus manos. En un sofá, se puede ver a Sombra, acariciando misteriosamente a un gatito mientras maquina quién sabe qué.
Nell, Flan y Gambit, sentados en el suelo, preparan el próximo Podcast para el Comité de Restauración. Ita escribe a ritmo de Paramore, enfrascada seguramente en un relato de Canción de Hielo y Fuego. Helco y Zeix juegan a Pokémon. Alti, Enix, DJ y yo hablamos del declive de Ubisoft, y de lo malo que es Assassin’s Creed: Rogue.
De vez en cuando, algunas voces se sobreponen a las otras: algún noob que entra de pronto sin saber muy bien que hacer, Tidus y yo cantando alguna canción de Camela o de Amaral, la gente diciéndonos a Ita y a mí que dejemos de repartir camisetas del Team Baelish, o a Demyx que pare de fanboyear a Margeary.
Pero algo reina sobre todo: la coexistencia y el compañerismo, la simpatía y la amistad; como una gran comunidad, donde todos somos una gran familia.
Donde puedes acudir cualquier tarde, ya estés alegre, triste o simplemente aburrido.
Donde despedimos al año 2014, deseando que el 2015 fuera un gran año y; por qué no, siempre hay alguien que asegura que aquel año iba a salir Kingdom Hearts III.
Alzo mi copa (los pequeños tenemos limonada) junto a las de los demás, en un gran brindis.
Y, antes de que caiga misteriosamente inconsciente, escuchamos a Astro invitándonos a todos a una ronda de café de Nell.
Río feliz, sabiendo que aquel nuevo año iba a ser aún mejor que el anterior.
Estamos todos allí.
Mentos, Sito, Soda, Lait y Sheldon, dirigiéndose los insultos más cariñosos que mis tímpanos han oído nunca. Crys, Aru, Bond, Jolou y Mario, charlando de cosas que ni ellos entienden realmente. Orb, Tidus y Riv, discutiendo sobre asuntos familiares como si fuera algo cotidiano.
En un rincón, estaban Red y Kairi, leyendo las desgracias ajenas en ADV. Por ahí se ve a Espe y a Suzu, cantando Let it Go como si realmente fuera a salir hielo de sus manos. En un sofá, se puede ver a Sombra, acariciando misteriosamente a un gatito mientras maquina quién sabe qué.
Nell, Flan y Gambit, sentados en el suelo, preparan el próximo Podcast para el Comité de Restauración. Ita escribe a ritmo de Paramore, enfrascada seguramente en un relato de Canción de Hielo y Fuego. Helco y Zeix juegan a Pokémon. Alti, Enix, DJ y yo hablamos del declive de Ubisoft, y de lo malo que es Assassin’s Creed: Rogue.
De vez en cuando, algunas voces se sobreponen a las otras: algún noob que entra de pronto sin saber muy bien que hacer, Tidus y yo cantando alguna canción de Camela o de Amaral, la gente diciéndonos a Ita y a mí que dejemos de repartir camisetas del Team Baelish, o a Demyx que pare de fanboyear a Margeary.
Pero algo reina sobre todo: la coexistencia y el compañerismo, la simpatía y la amistad; como una gran comunidad, donde todos somos una gran familia.
Donde puedes acudir cualquier tarde, ya estés alegre, triste o simplemente aburrido.
Donde despedimos al año 2014, deseando que el 2015 fuera un gran año y; por qué no, siempre hay alguien que asegura que aquel año iba a salir Kingdom Hearts III.
Alzo mi copa (los pequeños tenemos limonada) junto a las de los demás, en un gran brindis.
Y, antes de que caiga misteriosamente inconsciente, escuchamos a Astro invitándonos a todos a una ronda de café de Nell.
Río feliz, sabiendo que aquel nuevo año iba a ser aún mejor que el anterior.