Un buen día para ganarse unas cuantas monedas.
Era sábado. Los sábados eran, sin lugar a dudas, el día óptimo para ganarse un buen trozo de pan que llevarse a la boca: la plaza de Notre Dame siempre se llenaba de cientos de personas que buscaban hacer la compra de productos frescos, o sencillamente pasar el rato jugando a los dados y viendo algún espectáculo a la vez que les leían el futuro. Y aquel día no era menos: ¡había acudido más gente a la plaza que nunca!
Al lado oeste de la plaza se reunían todos los compradores en potencia, los cuales s eaproximaban a los establecimientos al aire libre para ver el pescado, juzgar la carne y probar el vino barato que hacían bien lejos aquellos sotisficados franceses.
Al lado este era todo lo contrario. Había mesas libres, la gente jugando, y en una pequeña caseta un gitano jugaba con dos marionetas con las que entretener a los niños, esperando una pequeña recompensa económica al final de la actuación. Era sorprendente cómo la problemática de aquella raza por muchos rechazada había cambiado en aproximadamente un año: después de la quema de unos cuantos de ellos, el juez Frollo había detenido su persecución sobre ellos. Eso, claro, no disuadía a los gitanos de seguir burlándose de él en público.
Era hora de moverse y actuar. Tanto Simbad como Gédéon, si le había acompañado, debían ganarse el pan de aquel día. ¿Y cómo lo harían?
Eso dependía de ellos.