SimbadLa avenida por la que se internó Simbad era larga hasta decir basta, con comercios y establecimientos a tutiplén. Buscar información en un sitio así se le habría comido gran parte del limitado tiempo del que disponía… en otras condiciones. El gitano pronto descubriría que sacar algo limpio acerca de los atentados no sería tan sencillo.
El principal problema con el que se topó fueron las gentes que regentaban los establecimientos. Fuera como fuese, cada vez que les preguntaba sobre los ataques, las respuestas que Simbad recibía oscilaban entre una mueca de pavor y alguna que otra mirada de pocos amigos. En general, la mayoría de dependientes o se hacían los locos alegando que estaban ocupados como para enterarse de todo el cotarro; o le contestaban que ese asunto no les incumbía y que si no tenía intención de comprar nada, que se marchara.
La idea que se llevaría Simbad es que se trataba de un tema que tenía atemorizados a los comerciantes de la zona. Y para no estarlo por una sencilla razón: mientras realizaba su investigación, se fijaría en que cerca de un tercio de los locales estaban cerrados a cal y canto, con las puertas entabladas. Por las ventanas sería capaz de discernir los interiores destrozados, incluso alguna que otra marca de zarpazos en los muebles, o lo que quedaba de ellos.
Estaba claro que
algo había asaltado las tiendas y que se trataba de una zona conflictiva. Con razón los comerciantes que aún quedaban en la calle estaban con los nervios a flor de piel. Si no se habían marchado ya, sería porque su empleo era lo único que les permitía tener sustento… a pesar de que los rumores también repercutían en la clientela.
El caso es que a Simbad solo le quedaba una pequeña taberna en la preguntar, a sabiendas de que las probabilidades de que le diesen largas eran muy elevadas.
—
He oído que algo ha atacado esta zona, ¿verdad? Estoy de paso en la cité, y no me he enterado de toda la noticia.Nada lejos de la realidad: el tabernero que llevaba el negocio, un jabato que se dedicaba a pasarle el trapo a unas jarras tras la barra, le lanzó una mirada ácida y soltó un gruñido de desaprobación ante la curiosidad del muchacho.
—
Te daré un consejo, chico: yo de ti no iría preguntando por ese asunto en las calles. —Una advertencia un tanto tardía tras su estrepitoso fracaso a la hora de recabar información—.
Si eres nuevo por París, no te interesa meterte en esos…—
¡Oh, claro que le interesa!Sin previo aviso, dos individuos se levantaron de una mesa cercana y se acercaron a la barra con sendas sonrisas socarronas dirigidas al tabernero, quien afiló la mirada. Los tipejos en cuestión eran dos hurones que destacaban por las características vestimentas de los… ¿mosqueteros? Simbad dudaría, puesto que el sombrero de ala y el peto les delataban, salvo que el segundo poseía unos colores distintos a los que llevaban los guardias de la entrada a la ciudad, en cuyo caso eran rojos y negros.
—
Es más, debería grabarse en la mente cuanto antes cómo funcionan las cosas por aquí.—
Exacto. Si aún seguís conservando vuestras pocilgas en las que os ganáis la vida es gracias a nosotros —añadió el segundo—.
Más os vale contentarnos, si es que no queréis acabar como esos pobres desgraciados que han perdido su trabajo y, bueno… algo más que su trabajo. —Se apoyó en la barra, acentuando su pérfida sonrisa—.
Por cierto, nuestras jarras están vacías.—
Ya os he servido bebida más que suficiente, y todavía no he visto ni una sola moneda por vuestra parte —escupió el jabato entre dientes. Se percibía en su tono que hacía todo lo humanamente posible para contenerse delante de esos dos, por la cuenta que le corría.
—
¿Ah? ¿Nos estás llamando gorrones? —se cruzó de brazos, indignado—.
Ya hacemos bastante por vosotros protegiéndoos de los yeux d’ambre. Además, ahora mismo no llevo monedas encima.¡Mentira cochina! A ojos de un cualquiera pasaría desapercibido. Pero el instinto que desarrolló Simbad en las calles fue más que suficiente para percatarse del saquito de cuero que colgaba de la cintura de uno de los dos hurones, bien escondido entre los ropajes y la capa. Bien podría sacar a la luz la trola y dejarles en evidencia. Pero, ¿acaso sería lo más sensato? Ya había presenciado como se las gastaban esos dos, como para tenerlos de enemigos.
… O tal vez si podría sacarle partido. Quién sabe si el tabernero podría agradecérselo de alguna manera si le sacaba del apuro en el que le habían metido los muy embusteros. Desde luego, quedaba demostrado que no los tragaba ni con cola.
*****FreyaTenderetes, jolgorio y bullicio, mucho bullicio. El mercado le había dado la bienvenida a Freya con toneladas de gente apretujándose de un lado a otro, ojo avizor de las ofertas más suculentas que les ofrecían los puestos. Avanzar por allí se le haría un poco complicado, sumándosele el agobio de los constantes empujones de las ansiosas mujeres por hacerse con los productos más frescos y de los rayos matutinos que recalentaban el aire. Cualquiera diría era día de oferta en el mercado.
Con un poco de esfuerzo, Freya sería capaz de escurrirse entre tanta ama de casa cegada por los descuentos y desplazarse con lentitud por los puestos. Incluso si quería saciar su goloso apetito, encontraría uno en el que se vendían unos bollos recién horneados que alimentaban de solo oler el dulce aroma que desprendían. ¡Y a muy buen precio! Mejor aprovechar aquel chollo, ¿no?
Pero el desayuno no sería lo único que hallaría por allí. Como toda zona concurrida, cualquiera podría aguzar el oído y empaparse de todo tipo de habladurías y chismorreos actuales. Por supuesto, a Freya no le tardarían en llegar fragmentos de lo que le interesaba en esos momentos.
—
¡Qué me dices! ¿Han vuelto a atacar otro comercio?—Como te digo, ya van tres en esta semana. Los mosqueteros están haciendo todo lo posible para que la noticia no se extienda por la ciudad, pero llegados a este punto…
—
Qué me vas a contar. Yo he oído que hasta han llegado a aparecer fuera de París. Mi primo me contó que en Saint Mont-Michel incendiaron la mansión de un noble en plena fiesta.—Da igual a cuantos hombres manden la reina y el cardenal, esos monstruos acaban destrozándolo todo y, entre tú y yo… Hay rumores acerca de que los más perjudicados han sido los mosqueteros de la reina. Hablan de bajas a causa de los
yeux d’ambre.
—
Encima eso… Como nos quedemos solo con esos brutos de la guardia cardenálica…De sopetón, los cuchicheos cesaron con un grito femenino que restalló en pleno mercado.
—
¡Suélteme! ¡He dicho que me suelte!Los ciudadanos de alrededor pusieron cara de complicidad y desviaron la vista de donde provenían los gritos, temerosos por alguna razón.
—
Hablando del Rey de Roma… Seguro que se trata de esa mala bestia que tienen por capitán. Lo acabo de ver pavoneándose por el mercado no hace mucho.Visto lo visto, nadie tenía interés en meter las narices, fuera lo que fuese que estuviese provocando semejante alboroto en plena plaza.
¿Y Freya? ¿Se atrevería a echar un vistazo, o seguiría indagando por los alrededores?
*****MakotoMakoto tuvo que acelerar el paso para no perder de vista a Ryota, que caminaba a un buen ritmo a la par que se escurría entre los ciudadanos que transitaban de un lado a otro por la calle. El transito se lo puso complicado al muchacho, que tendría que esforzarse para que no se lo llevasen las corrientes de gente y acabar perdido en medio de una ciudad tan grando como lo era París.
Por fortuna, consiguió salir al paso y escabullirse de la concurrida calle. No tendría tiempo de celebrarlo, pues un imponente Ryota le esperaba más adelante, mirándole con el ceño fruncido. La buena noticia es que ya no lo perdería de vista.
—
Creía haber dicho que te fueses con tus compañeros. Más que enfado, la expresión del Maestro reflejaba un porte autoritario. Makoto era el más novato de los tres y esperaba que contase con el apoyo de los demás mientras investigaba por la ciudad, no que se separase y se perdiese por las calles a la primera de cambio. No obstante, Ryota suspiró y lanzó una mirada de resignación en dirección a la plazoleta en la que se separaron. A estas alturas, ya sería tarde para que Makoto se juntase con Simbad o Freya.
Le hizo un gesto para que le siguiera y marchó calle abajo, sin esperar a que el aprendiz contestase.
—
Esperaba que te desenvolvieses con tus compañeros, pero supongo que me podrás ayudar con algo, ya que estás aquí. —Ryota siguió caminando, oteando por los alrededores. Entonces, halló lo que debía estar buscando y se paró justo en frente de una taberna. En comparación a las que habría visto Makoto de pasada por las calles, esta tenía un aspecto mucho más presentable—.
Vamos a hablar con un contacto que nos puede arrojar un poco de luz sobre los ataques de los Sincorazón. Sigue siendo un habitante del mundo que no tiene relación con la Orden, así que vigila tus palabras —le advirtió, dirigiéndole la mirada.
En el interior de la taberna se notaba un ambiente animado, que no hosco, como el que se podía encontrar en la mayoría de los locales de la zona que daban cobijo a clientes ruidosos y que apenas cumplían con los mínimos de higiene. Tampoco se podía pedir mucho al situarse en los suburbios, pero al menos estaba limpia y se podía comer y beber en condiciones.
En una de las mesas del fondo, una persona se fijó en los dos allegados y se levantó, indicándoles que se acercasen.
Se trataba de un hombre humano (sí, humano. El primero con el que se cruzaría Makoto desde que llegó) de mediana edad, con una melena castaña que le llegaba hasta los hombros y con alguna que otra veta blanca visible en su desaliñada barba. La camisa blanca; tan pulcra como el primer día, el chaleco, y la capa que colgaba de su espalda ya decían que no se trataba de un cualquiera.
—
Monsieur Ryota, me agrada verlo de nuevo. —El hombre esbozó una afable sonrisa, y luego miró a Makoto—.
Y veo que trae compañía. ¿Es uno de sus pupilos? —
Así es, capitán Treville. Este es Makoto. —Esperó a que Makoto se presentase y, luego, ambos hombres tomaron asiento en la mesa. Una vez el chico hiciese lo mismo, le aclararía—:
Te presento a Dimond Treville, capitán de los mosqueteros al servicio de la reina. Su ayuda nos ha servido de mucho para indagar sobre los altercados en la ciudad.—
Creo que eso debería decirlo este humilde servidor, somos nosotros lo que necesitamos un poco de ayuda en tiempos tan difíciles. —Treville rio y entrelazó los dedos, observando a Makoto—.
Bien, muchacho, Monsieur Ryota te habrá puesto al corriente de todo, pero imagino que tendrás tus preguntas. Ryota le indicaría con la cabeza al joven que procediese como gustase y que preguntase lo que necesitase. Al fin y al cabo, todavía estaba en proceso de aprendizaje, y poner a prueba a los aprendices para que se soltasen era deber de los Maestros.
*****Maya y LawrenceLos aprendices no se lo pensaron ni un segundo y echaron a correr tras los supuestos Donald y Goofy. De nuevo, se toparon con la contra de una multitud apabullante que los frenaba y no estaba muy por la labor de dejarles pasar, mirándolos de mala gana cada vez que trataban de pasar tras ellos por la fuerza. Evidentemente, los dos mosqueteros les sacaron una ventaja abismal, pero llegaron a ver cómo se introducían en una callejuela antes de perderlos de vista.
Tras unas cuantas trancadas, llegarían a ver a ambos trotando a buen ritmo por la calzada. Debían de tener mucha prisa, porque ninguno de ellos alcanzó a percatarse de una pierna que sobresalió por una esquina y que le puso la zancadilla a Goofy, quien inevitablemente tropezó y se llevó a Donald por delante.
Alrededor del pato y el perro, desparramados por el suelo, se arremolinaron unos cuatro individuos que surgieron de la misma esquina, con sendas sonrisas maliciosas en sus rostros. El grupito entero estaba enfundado en atuendos rojinegros, anchos sombreros, y con estoques colgando de sus cinturones. Mosqueteros, pensarían los jóvenes, aunque aquellos no portaban los colores de los que hacían gala Donald y Goofy.
—
Vaya, vaya. ¿A que vienen esas prisas, perros de la reina? Surgido de los tejados de las casas, una figura pequeña descendió aleteando hasta posarse en un alféizar de una ventana que quedaba a tres metros del suelo. El recién allegado era un murciélago de corta estatura y pelaje oscuro, envuelto en un manto y capucha verdosos. Observaba a los asaltados con una pérfida mueca en la que exhibía unos finos y afilados colmillos.
—
¡Pero bueno! ¡¿Qué os habéis creído vosotros?! —Donald se levantó de un brinco, rebotado, y desafió con la mirada al murciélago—.
¡No tenemos tiempo para vuestros jueguecitos!—
Esto, chicos… Andamos un pelín apresurados, así que no queremos ningún problema. —Goofy trató de razonar con el grupo de matones, sin mucho éxito por sus caras de pocos amigos.
—
Tarde para las excusas —cortó, tajante, apuntándolos con el índice—.
Estas calles pertenecen a la guardia cardenálica. Y vosotros, chusma de la caballería al servicio de la reina, os habéis metido en nuestra jurisdicción.—
¡Las calles no son propiedad de nadie! ¡Iros a molestar a otra parte! —gritó el pato, furioso.
—
Donald… —Goofy tragó saliva, nervioso porque su compañero cabrease al séquito del murciélago.
—
Oh, ¿eso crees? —Se cruzó de brazos, y amplió aún más su grotesco semblante—.
Si tienes algo que objetar, ¿por qué no lo discutes con mis hombres? Estarán encantados de solventar vuestras dudas.Dichas palabras fueron música para los oídos de los miembros de esa supuesta guardia cardenálica, crujiéndose los nudillos y avanzando hacia los dos mosqueteros con las mismas intenciones que una panda de matones.
—
B-bueno… Yo… —A Donald le empezó a temblar la voz de puro terror. Se llevó la mano al estoque que portaba en su cinto, pero nunca llegó a desenvainarlo. El miedo se apoderó de él y chilló—:
¡¡Socorro!!Acobardado, salió despedido a un barril cercano y se escondió en su interior de un salto, agazapándose y tremolando como un flan. Goofy corrió de inmediato al refugio del pato, llamándolo a gritos y zarandeando el barril.
El espectáculo fue tal que la banda rojinegra estalló en carcajadas, deleitándose con la reacción de esos dos.
—
¡Los perros de la reina tienen que estar desesperados para aceptar en sus filas a semejantes parguelas! —El murciélago se sujetó el estómago y soltó una estridente y aguda risa. Entonces, calló nada más percatarse de la presencia de Maya y Lawrence, presenciando la escena a un par de metros de donde estaban ellos—.
¡Eh, vosotros! ¿Qué estáis mirando? ¡Largaos de aquí! —les reprendió con tono hosco, ahuyentándolos con gestos despectivos—.
¡Qué alguien se lleve a esos mocosos humanos!Dicho y hecho, uno de los mosqueteros no tardó en agarrar por el hombro a los dos aprendices con la intención de llevárselos lejos. El hombre era lo bastante corpulento como para retener a los dos, aunque eso no significaba que pudiesen resistirse y plantarle cara, claro que eso significaría oponerse a la autoridad.
Eso sí, como dejasen a Donald y Goofy a solas con esos matones, podrían dar por hecho que las cosas no acabarían muy bien para ellos.
Aviso para Shiroe:
Cuando vayas a editar tu post (sí, se ve perfectamente cuando y cuantas veces lo has hecho), es preferible que indiques en un spoiler que lo has hecho y por qué para evitar posibles problemas en un futuro. De todas formas, te recomiendo que antes de postear lo revises para que luego no tengas que cambiar nada.
Fecha límite: Martes 19 de enero.