Hoy era un día especial. Al fin, había conseguido mejorar lo suficiente como para montar en mi glider y salir a explorar otros mundos por mi cuenta, sin necesidad de Maestros que me vigilaran.
Me lo había comunicado mi Maestra, Lyn, tras la sesión de entrenamiento del día. Mientras reponía fuerzas, se acercó a mí y me lo soltó con su típico carácter, parco de halagos y miramientos; pero no me molestó. Ya conocía a mi Maestra: aunque no exteriorizara los sentimientos, los tenía.
Había estado esperando con ansia tener un día libre. Después de todo, no hay nada más cierto que, cuando le abres la puerta de la jaula al pájaro, enseguida echa a volar.
No busqué acompañantes, me gustaba la idea de enfrentarme sola a un terreno desconocido. Afán de aventura, por llamarlo de alguna manera.
Así, aquel día me preparé para salir a explorar el universo y, por qué no, un mundo nuevo. Me puse una cazadora y cogí todo lo que tenía a mi alcance: mi cuaderno, la brújula que me regaló mi padre y una cuerda que había comprado hace poco. Lo metí todo en mi zurrón y salí a los jardines. Respiré el suave aire siempre reinante en aquel mi nuevo hogar y, sin más dilación, partí hacia lo desconocido.
Tras un merodeo por las inmensidades del Intersticio, logré encontrar un mundo donde aterrizar. Aparecí sobre un espeso bosque que se extendía sobre todo el plano. Volé con el glider hasta encontrar un plano donde aterrizar. Observé mi alrededor: una marea de pinos y encinas que se peleaban por abrirse paso hasta un cielo, donde las nubes dejaban entrever los tímidos rayos del sol del atardecer. Agradecí el haber traído mi chaqueta, pues soplaba un frío y puro viento de tramontana que me erizaba el vello de la nuca.
Me recoloqué el zurrón y me interné en el bosque. Lo mejor sería, por ahora, buscar un poblado. Y quedaba poco para la noche.