¿Dónde estaban? ¿Cómo habían llegado allí?
Preguntas que, por raro que pareciera, no les importarían. Aprendices de ambos bandos habían aparecido en una amplia sala gris, sin puertas ni ventanas, decorada con todo lujo de detalles con los objetos más caros y llamativos que pudieran imaginar. En el centro, una larga mesa de mármol sobre la que había una gran colección de manjares para llevarse a la boca. Eran libres de comer, por supuesto, todo olía de maravilla.
Pasados cinco minutos, una pequeña figura surgió de la pared, flotando unos centímetros del suelo. Vestía con un largo abrigo negro y una capucha que en otras personas habrían ocultado su identidad, pero resultaba evidente a simple vista que se trataba de un moguri. Por el pompón, más que nada.
—¡Bienvenidos, kupó, al laberinto de los corazones! —exclamó el pequeño encapuchado, elevándose y flotando sobre las cabezas de los presentes—. ¡Habéis sido seleccionados de entre todos los aprendices para enfrentaros a esta prueba,kupó! Uno de vosotros posee el corazón destinado a alcanzar el centro del laberinto y lograr liberar el arma definitiva...
»¡La llave espada de los corazones, kupó!
Chasqueó los dedos, y en cada esquina de la sala surgió un brillante portal de luz.
—El laberinto tiene cuatro entradas, kupó, debéis elegir una. Una vez dentro os podréis encontrar con cualquier cosa, ¡así que avanzad con cautela, kupó!
Dicho esto, el moguri se desvaneció en un haz de luz, dejando a los aprendices solos para que decidieran por su cuenta. Cuatro caminos, un laberinto, y una llave espada legendaria. Sonaba bien, ¿no?
¿Qué podía salir mal?