Se notaba que había echado en alguna manera todo aquel ambiente. Por supuesto que no extrañaba las persecuciones ni el desprecio a los gitanos, pero sí echaba en falta aquellas cosas con las que se había criado toda su corta vida, como la música que se escuchaba todos los días en la Corte de los Milagros.
Quizás fue por eso que se quedó durante un buen rato hipnotizado con la melodía que aquellos músicos tocaban. Suficiente tiempo como para ver qué es lo que estaba a punto de ocurrir.
De pronto, sintió que algo había cambiado en el ambiente. No es que pudiera sentir literalmente ninguna especie de fuerza maligna, pero conocía lo suficientemente bien aquella ciudad y las personas que la habitaban para saber qué implicaba un mero cambio en sus rutinarios hábitos. Los murmullos de los ciudadanos se habían vuelto cada vez más intensos por momentos hasta cubrir con sus voces toda la plaza y después, en apenas un segundo, todo eso se convirtió en un sepulcral silencio.
Algunos habían abandonado la plaza, mientras que otros lo intentaban hacer ahora lo más discretamente posible (aunque eso no borraba las expresiones de ansiedad que había pintada en sus caras). Ante aquel cambio tan repentino, Bavol dejó de apoyarse en la pared y comenzó a buscar con la mirada una explicación para aquel comportamiento.
La respuesta se encontraba en uno de los extremos de la plaza. Caminando con paso decidido hasta donde se situaban los músicos se encontraba un pequeño cuerpo de guardias (cuatro para ser exactos) liderados por un fornido hombre enfundado en una vieja armadura. Sus cabellos eran castaños y se encontraban revueltos sobre su melena, su barba, un tanto desarreglada, le cubría parte del rostro y éste era delgado y de rasgos finos, lo que contrarrestaba con su gran altura. Sin embargo, lo más temible era su mirada. Aquellos intensos ojos verdes desprendían odio y parecían fulminar a cualquier mínima criatura que osase interponerse en su camino.
“Seguro que éstos van a traer problemas, será mejor que me quite de en medio…”No obstante, había algo en su interior que le pedía que no se fuera y de alguna manera Bavol sabía por qué. Estaba claro que aquellos tipos iban directos a por aquellos pobres gitanos, de los cuales abusarían como quisiera, y él no podía dejarles sin más. Puede que solo fuera un niño, pero ahora era mucho más fuerte que aquel día que aceptó la propuesta que le hizo un pirata venido de otro mundo.
El grupo de gitanos se revolvió a ver la llegada de aquellos soldados e intentó escapar, pero el líder de los caballeros realizó un gesto con la mano y los otros cuatros se lanzaron velozmente a su captura. No pudieron atraparlos a todos, pero al menos se hicieron con uno cada uno.
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¿Qué tenemos aquí? ―preguntó retóricamente el rubio esbozando una media sonrisa de superioridad mientras sus hombres ataban a los músicos―.
Oh, pero si son los gitanos, la peor de las escorias de París. Creía que habíamos acabado con toda la chusma de esta ciudad… ―realizó una pausa dramática y se encaró arrogantemente con uno de los gitanos prisionero de los guardias―.
Ya veo que no, parece que sólo quieren provocarnos acercándose a la sagrada Catedral. Guardias, por favor, creo que esto merece un castigo ejemplar. Los soldados entendiendo a la perfección la orden que se les estaba dando comenzaron a desenfundar sus espadas. Bavol no podía tolerar más aquella situación, por muy discreto que quisiera ser no estaba ciego y no sería capaz de ver cómo mataban tan sádicamente a aquellos pobres hombres. Se apartó un poco de la multitud para acercarse a ellos y conjuró entre susurros:
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Calma. Su cuerpo desprendió una invisible ola de luz que cubrió a todos los presentes. Sus corazones se llenaron de luz desterrando poco a poco las ganas que tuviesen de luchar y los sentimientos de odio que albergasen. El efecto más claro estuvo en los guardias, que nada más recibir el efecto del conjuro, dejaron caer al instante sus armas mientras se dibujaban en sus rostros sonrisas de felicidad.
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¡¿Se puede saber qué estáis haciendo?! ―gritó furioso el líder de los guardias.
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Pero capitán Vidocq, ¿no cree que todo esto es un poco excesivo? ―preguntó uno de los guardias tranquilamente―.
Tampoco es que estos hombres hayan hecho nada malo.
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¡¿Qué no han hecho nada malo?! ―estalló el capitán ante las palabras de su subordinado―.
Yo mismo me encargaré de estos desgraciados y después os tocará a vosotros el turno, panda de insurrectos. Mientras los cuatros soldados se apartaban a un lado, el tal Vidocq desenvainó su propia arma dispuesto a acabar él mismo con la vida de los prisioneros. Era evidente que el hechizo no le había afectado a él, quizás se debía a que por el momento su voluntad era más fuerte que la del niño. Fuera cual fuera la razón, no tenía tiempo para hacer complicadas hipótesis sobre por qué había fallado su conjuro, tenía que hacer algo si quería salvar a aquellos hombres.