Eran las once de la mañana y el Castillo estaba desierto. Y cuando digo desierto no me refiero a esa gran extensión de arena inhóspita donde el calor está a la orden del día. Me refiero a cuando tus propios pasos resuenan con el eco de los pasillos y puedes escuchar a tu propio corazón bombear sangre tibia. Era el silencio. Normalmente me gustaba la tranquilidad que me proporcionaba, pero me había acostumbrado al ir y venir de tanto Aprendices como de Maestros, y que todo hubiera cesado de golpe me estaba poniendo de los nervios.
Anduve un rato más, sin ganas por leer o utilizar el laúd que cargaba en la espalda, además era mi día libre y por tanto no lo iba a utilizar para entrenar. Era increíble como la pereza ganaba terreno a las ganas de volverme más fuerte.
Sin embargo, no sabía lo entretenido que podía volverse un día tan monótono como aquel.
Todo comenzó cuando vi de refilón las puertas de las cocinas. Habían varias entradas según los pasillos, y las estancias enormes, lo suficiente como para alimentar a tantos Aprendices como hiciera falta. Nunca había entrado en ellas, ni siquiera sabía que estaban tan accesibles. Me picó la curiosidad.
Abrí un portón con suma cautela y me asomé al interior: estaba llena de moguris, trajinando entre las encimeras y chimeneas, preparando la comida de aquel día. Sin embargo, algo captó mi atención. Era un olor dulce, como de pan recién hecho, pero más empalagoso y azucarado. Con la vista seguí el olor, hasta dar con la perdición que me iba a robar el tiempo aquel día.
Una bandeja a rebosar de magdalenas.