Oh, claro que estaba pensando en eso.
Agarré una de las cajas y la examiné de cerca, asegurándome de que tuviese el tamaño necesario para cubrirme sin problemas. Me la puse por encima y gateé por el suelo un par de metros, comprobando también el campo de vista que me ofrecía el agujero del asa. Sería una auténtica locura, pero podría colar. Satisfecha, levante el lateral de la caja para observar a Simbad, que había pillado la idea de inmediato.
—
Tenemos que obrar con rapidez. Seguramente los Maestros estarán por llegar.—
Este plan es demasiado absurdo para fallar —comenté—.
¡Nos colamos en la cocina con calma y conseguiremos las magdalenas antes de que los Maestros las huelan!Avanzamos por los pasillos sin mucha precaución hasta detenernos en la entrada de la cocina. Nos aseguramos de tener los “disfraces” bien puestos y tomé la iniciativa asomándome por la puerta. Espiando por el agujero de la caja, comprobé que seguían quedando moguris en la sala, la mayoría recogiendo el estropicio o barriendo los escombros mientras otros continuaban guisando. ¿Cuántas horas debían dedicar aquellos cabezones a las tareas del castillo?
Mi vista no tardó en posarse sobre la mesa donde cual tesoro divino, la bollería seguía reposando intacta, sin un una mota de polvo sobre la delicada masa. Iba siendo hora de callar los gruñidos de mi estómago de una vez por todas. Entré en la cocina gateando despacio, asegurándome de tomar pequeñas pausas cuando notaba a alguno de los moguris cerca.
Era bastante difícil mantenerlos controlados con el limitado campo de visión que me ofrecía el agujero de la caja, por no mencionar que no paraban de revolotear por encima de los muebles. Apenas tenía percepción de lo que ocurría a mi alrededor, pero contaba con que Simbad me siguiese de cerca y ninguno de los cocineros estuviese fijando su vista en nosotros.
Poco a poco me acercaba a la mesa con el premio. Notaba como el delicioso olor de las magdalenas se colaba por el orificio de la caja, tentándome. Me mordí los labios intentando mantener el mismo ritmo, alargando las pausas para asegurarme. Aunque por lo visto, no fui lo suficientemente precavida. O eso o que los moguris no eran tan tontos como parecían.
A escasos palmos de la mesa noté un extraño estruendo sobre la caja, contrayéndose sobre sí misma como si fuese aplastada. Pero no era por peso. El techo del cartón empezó a oscurecerse y a gotear, deshaciéndose con extrema facilidad y empapándome la espalda. La sorpresa me obligó a lanzar la húmeda caja lejos de mí, girándome para contemplar la conclusión de otro plan fallido.
De nuevo, los cabreados moguris nos miraban de mala gana, gritando al unísono. La mayoría empuñaban cazos y cazuelas, que seguramente habían usado para empapar nuestros ridículos disfraces.
—
¡Simbad! ¡Retirada estratégica!No era momento de morir a sartenazos. Me levanté rápidamente y me precipité a huir por el primer camino seguro que se me presentase delante.