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—Nos has salvado la vida a los dos. Hasta qué punto compensa lo que has perdido, no lo sé. Pero te lo agradezco.
<<Nada podría compensarlo>> pensé amargo. <<Deberíamos estar muertos los dos>>.
Quizá hubiera oído mis pensamientos, porque bajó la mirada con intención de que no viera sus lágrimas sin derramar. No tuve el impulso de secarlas. Supuse que era mejor mantener la ilusión de que no me había dado cuenta.
—¿Te importaría... volver tú primero? —preguntó tímidamente—. Hay algo que me gustaría hacer aquí antes. Quedemos en la biblioteca dentro de dos horas y aprovecha para descansar y lavarte. Con esa peste a alcantarilla no nos dejarán ni acercarnos.
Hubiera querido responder a la broma, pero no me salió. De todas formas asentí a su petición sin muchos problemas, también era su mundo natal y por ello supuse que quería aprovechar para visitar a su familia, aunque su rostro escondía el verdadero gesto de la incertidumbre. No me molesté en preguntar.
—No importa —respondí mientras me subía la capucha—. Yo también tengo algo que hacer.
Esperé hasta que abandonara el polvoriento callejón y perderla de vista entre las concurridas calles. Después fue mi turno.
Automáticamente tomé rumbo hacia el río. A lo largo de la trayectoria, los sonidos y olores me embriagaron con nostalgia. Por allí estaba el puestecillo en el que tantas veces había regateado por calabazas y media botella de hidromiel, los chiquillos jugaban ajenos a toda la miseria que les rodeaba, los herreros blandían con fiereza sus mazos, las mujeres se asomaban por las ventanas coquetas y algún que otro gitano tocaba en alguna esquina. Casi fue un consuelo escuchar la música y no encontrarme con Gédéon.
Cuando llegué las transparencias de su cauce me embaucaron una vez más. Sabía nadar, era algo que había aprendido casi por la fuerza, pero mi hermana había sido la auténtica sirena. Sonreí tristemente. Por lo menos en aquel momento ella estaba en su elemento. Pero cuando me vi reflejado en ellas no me reconocí. Es decir, tenía las mismas facciones, los ojos marrón oscuro y el pendiente, pero simplemente me dio la impresión de estar mirando a otra persona. Disolví el reflejo con una piedra.
No tuve que andar mucho hasta toparme con aquel conocido puente y sentarme en la baranda de piedra, allí mismo donde salvé al joven Bavol de la muerte. Desde allí vi la humilde casa que escondía, con la puerta cerrada. Yerai seguramente la habría abandonado, y Gédéon se habría largado a buscar fortuna. Como tenía que ser.
Afortunadamente la catedral no me quedaba lejos, así que sin armar revuelo, conseguí entrar a aquel sepulcro de silencio. Un viejo clérigo estaba recitando una misa con voz solemne, pero no me detuve a escucharlo. Nunca me había llevado bien con Dios. Quizá fuera por eso por lo que cada vez que entraba allí sentía una leve incomodidad, pero siempre lo achacaba a los viejos recuerdos. Recuerdos que jamás olvidaría y que en esos momentos no hacían más que agrandar el vacío en mi pecho.
****
Marionette estaba sentada sobre una de las oscuras sillas de madera mientras leía un volumen más grande que ella en uno de los pasillos menos concurridos. Sin interrumpirla, anduve silenciosamente y escogí un libro bastante pesado: “El Corazón y la Llave” de un tal Pantin sin apellido. Leí uno de los pasajes que me parecieron más importantes.
El corazón, la esencia de todo ser viviente. Es la luz que nos guía a través de la Oscuridad, nuestro enlace con la Llave Espada y el cofre que guarda nuestros sentimientos, nuestras fobias y nuestra vida.
“La Leyenda de los Caballeros” afirma que el corazón es representado con una vidriera redonda con el rostro de nuestros seres más cercanos a él, y es la representación más exacta de uno mismo, y al mismo tiempo solo la punta del iceberg. En ocasiones suele estar quebrada o incompleta, normalmente debido a un trauma sentimental bastante intenso…
Pasé varias páginas algo aburrido. No era nada que no supiera ya. Pero no decía nada sobre vidrieras cubiertas de hielo ni roturas a propósito. ¿Cómo se podría interpretar eso? Sabía que teníamos que buscar pistas sobre el loco que nos había atacado, pero en aquel momento me guié por un impulso egoísta.
—¿Has encontrado algo? —preguntó de repente Celeste—. Es como buscar una aguja en un pajar.
Asentí algo alicaído y le dejé el pasaje que estaba leyendo en un lado de la mesa.
—Quizá esto te interese. —Me aparté un tanto y cogí otro volumen, uno que sí debería estar relacionado con Maestros del pasado.
—Por cierto, ¿quién es Jeanne?
Lo que pasó a continuación no me lo esperaba. No me puse nervioso, no alcé la vista de la lectura. No intenté mentir a Celeste para persuadirla de que no había sido la pregunta más acertada, todo por y para proteger a Jeanne Mars. La recordé corriendo perseguida por una manada de lobos de ojos brillantes, porque realmente sí estaba sola. Pero no me causó ningún tipo de instinto. Nada. Simplemente la caricatura de un Maestro plasmada en un libro me pareció más emocionante. Fingí que no pasaba nada malo, que era totalmente normal.
—Una Aprendiz de Tierra de Partida, puede que la conozcas. —respondí al instante sin levantar la vista. Sonreí de medio lado—. Habla rimando, no es muy difícil de identificar.
Resoplé, dando el tema por zanjado. Me senté frente a Celeste en otra de aquellas sillas de tapizado floral y le mostré el libro que estaba leyendo.
—Este parece antiguo, bastante antes de que Tierra de Partida se dividiera —abrí una página al azar—. Sale un registro de muchísimos Maestros, pero ninguno parece el que buscamos.
Me recosté sobre la silla, agotado. La miré atentamente con un brillo de curiosidad, sus rizos cobrizos brillando a la pobre luz.
—También he roto un poco tu vidriera —sentencié sin miedo o duda—. ¿Te sientes distinta?