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Era una tarde de mercado, como otra cualquiera. Ni siquiera la amenaza de los sincorazón había sido suficiente para aplacar las alocadas compras que se producían día a día en el bazar. Los guardias de palacio, que habían sido seleccionados por el mismísimo sultán (o eso decían, aunque los más allegados a él sabían que era cosa más bien del visir), patrullaban la ciudad a todas horas, en busca de oscuridad que pudiera perturbar la (nunca) apacible vida de Agrabah, aunque en muchas ocasiones, llegaban tarde al lugar del crimen. Y, poco a poco, iban apareciendo más, como si con cada nuevo asesinato se fueran multiplicando.
Y sin embargo, la gente seguía sin comprender del todo la grave amenaza que suponían. Quizá sólo unos pocos, los que habían visto una de esas criaturas de cerca, podían llegar a figurarse el peligro que suponían para la ciudad.
Así que, en conclusión, salvo por las escalofriantes noticias de asesinatos y desapariciones misteriosas, la vida en Agrabah seguía igual. Y allí, en la ciudad, Dejay también continuaba, junto al resto, con su vida normal.