Aviso de que mi nick en los foros suele ser EspeYuna, pero para firmar mis cuentos, blog-novelas o fanfics utilizo el nombre ficticio de Nadhia Hodges, para que no haya confusiones
Título: Fabián y Pandora
Autor/a: Nadhia Hodges
Género: Fantasía, Romance, Vampiros
Sinopsis: La noche del 31 de Octubre, Fabián es engañado por los niños de su pueblo y lo encierran en el campanario de la catedral. Allí conoce a Pandora, una niña muy especial con la que entablará amistad.
1985
Atrapado
Spoiler: Mostrar
Fabián siempre esperaba con ilusión el 31 de Octubre. Ese día era muy especial para el pequeño pueblo en el que se había criado con sus abuelos, rodeado de montañas y cercano al mar. Por la noche, todos los habitantes se disfrazaban de criaturas mágicas y se montaba una espectacular fiesta en la gran plaza de la catedral, donde no faltaba la música, los cuentos de brujas y las manzanas recubiertas de caramelo. A medianoche, los adultos se colocaban en el centro de la plaza, alejando a los más pequeños, para lanzar cohetes al cielo estrellado.
Era el tercer año que Fabián disfrutaba de aquella noche tan divertida. A diferencia de los demás niños, él jamás se había disfrazado y estuvo ahorrando los últimos meses, sacrificando las chucherías de los fines de semana, para comprar las telas necesarias. Su dulce abuela le ayudó a hacer el traje, prohibiendo a su nieto acercarse a la máquina de coser. El resultado deslumbró a Fabián cuando éste se miró al espejo: un pequeño vampiro le observaba con ojos atónitos, cubierto con una gran capa de seda negra que rozaba el suelo de mármol.
—Pero todavía no eres un vampiro de verdad— dijo su abuelo, riendo—. Porque si realmente lo fueses, no podríamos ver tu reflejo.
Fabián se unió a las risas de su abuelo y, dándole dos besos a él y a su abuela, salió corriendo de casa para dirigirse a la esquina de la panadería, donde había quedado con sus compañeros de clase. Estaba emocionado por mostrarles el trabajo de su abuela.
Los niños lo observaban con recelo, mientras que todas las niñas estaban deseosas de poder bailar con él en la plaza. Fabián siempre se ruborizaba ante aquellas proposiciones e intentaba negarse. La culpa la tenía la belleza que había heredado de su difunta madre: su tez blanca, su cabello negro como el carbón y sus grandes ojos azules destacaban entre los demás pequeños del pueblo. Aún así, solía ser tímido y le daba vergüenza encontrarse en aquella situación.
Pasaron unas horas desde que el grupo de 5º de Primaria llegó a la gran plaza: bailaron al son de la música, compraron muchos dulces y escucharon viejas leyendas del pueblo alrededor de una fogata, entre las cuales una siempre llamaba la atención de los más curiosos, incluido Fabián: decía la historia que una niña se quedó encerrada en lo más alto de la catedral, y que desde entonces, cada noche de brujas, su fantasma asusta a los que osan pisar el campanario.
Pero Fabián pensó que quizás habían inventado esa leyenda para que los más gamberros no fuesen a lastimar las hermosas campanas de la catedral, las que una vez estuvieron al cuidado de su abuelo.
Una vez terminaron de contar historias de miedo y se apagó la primera fogata, dos compañeros de clase se le acercaron. Antonio y Pablo.
—Fabián, ¿vienes a jugar con nosotros?
Contento porque no se olvidaran de él, aceptó encantado y les siguió. Pero pronto se dio cuenta de que se dirigían a los patios traseros de la catedral.
—¿A qué vamos a jugar?— preguntó Fabián, confundido.
—Al escondite— dijo Antonio, el más robusto de los dos—. Pero tenemos que empezar al pie de las escaleras de caracol, las que dan al campanario.
Fabián, aún pensando que se podían meter en un buen lío, intentó confiar en sus nuevos amigos.
Atravesaron los jardines y entraron en la iglesia. Fabián nunca se cansaría de observar los grandes techos y las lámparas de araña, sin contar con el gran órgano que alguna vez había escuchado cuando acompañaba a su abuela a misa.
Los tres se detuvieron cuando estaban a unos pocos pasos de la vieja escalera. Fabián pensó que la puerta que daba a ellas estaría cerrada con llave, pero misteriosamente estaba abierta. Desde allí se podía oír el eco del viento, el cual resoplaba entre las viejas campanas.
—Fabián, como es la primera vez que juegas con nosotros, te la picas tú— dijo Pablo, cogiendo la mano de Fabián y llevándolo a los primeros escalones—. Tienes que subir las escaleras hasta la mitad, contar hasta diez en voz alta y volver a bajar. Nuestro límite son los jardines, ¿de acuerdo?
Él asintió y empezó a subir. Sabía que la mitad de las escaleras se encontraba claramente marcada por una enorme ventana, desde la que se podía observar la plaza. Cuando llegó, se dispuso a contar hasta diez. Su corazón dio un vuelvo al pronunciar el cinco. Un fuerte portazo se había escuchado desde abajo. Entonces lo comprendió todo.
Asustado salió corriendo a trompicones hacia la puerta, que ahora se encontraba cerrada. Intentó abrirla, pero fue inútil. En medio de la oscuridad, gritó los nombres de Antonio y Pablo, golpeando la puerta desesperado. Lo único que pudo oír fueron risas en la lejanía.
Intentó pedir ayuda, pero fue en vano: Fabián sabía perfectamente que todo el pueblo se encontraba ahora en la plaza y que desde allí nadie lo escucharía.
Había sido engañado. Desde el principio lo habían utilizado para su propia diversión. Sus piernas cedieron y cayó sobre la puerta, demasiado asustado como para observar la oscuridad que se encontraba a sus espaldas. Empezó a llorar aterrorizado. Entonces le vino a la mente la leyenda de la niña que se quedó encerrada en el campanario. Se estremeció y, sin saber qué hacer, se acurrucó contra la puerta e hizo un ovillo con la capa de su disfraz. Estaba impregnada del olor de su abuela, su colonia… aquello logró calmar a Fabián y, sin darse cuenta, se quedó dormido.
Era el tercer año que Fabián disfrutaba de aquella noche tan divertida. A diferencia de los demás niños, él jamás se había disfrazado y estuvo ahorrando los últimos meses, sacrificando las chucherías de los fines de semana, para comprar las telas necesarias. Su dulce abuela le ayudó a hacer el traje, prohibiendo a su nieto acercarse a la máquina de coser. El resultado deslumbró a Fabián cuando éste se miró al espejo: un pequeño vampiro le observaba con ojos atónitos, cubierto con una gran capa de seda negra que rozaba el suelo de mármol.
—Pero todavía no eres un vampiro de verdad— dijo su abuelo, riendo—. Porque si realmente lo fueses, no podríamos ver tu reflejo.
Fabián se unió a las risas de su abuelo y, dándole dos besos a él y a su abuela, salió corriendo de casa para dirigirse a la esquina de la panadería, donde había quedado con sus compañeros de clase. Estaba emocionado por mostrarles el trabajo de su abuela.
Los niños lo observaban con recelo, mientras que todas las niñas estaban deseosas de poder bailar con él en la plaza. Fabián siempre se ruborizaba ante aquellas proposiciones e intentaba negarse. La culpa la tenía la belleza que había heredado de su difunta madre: su tez blanca, su cabello negro como el carbón y sus grandes ojos azules destacaban entre los demás pequeños del pueblo. Aún así, solía ser tímido y le daba vergüenza encontrarse en aquella situación.
Pasaron unas horas desde que el grupo de 5º de Primaria llegó a la gran plaza: bailaron al son de la música, compraron muchos dulces y escucharon viejas leyendas del pueblo alrededor de una fogata, entre las cuales una siempre llamaba la atención de los más curiosos, incluido Fabián: decía la historia que una niña se quedó encerrada en lo más alto de la catedral, y que desde entonces, cada noche de brujas, su fantasma asusta a los que osan pisar el campanario.
Pero Fabián pensó que quizás habían inventado esa leyenda para que los más gamberros no fuesen a lastimar las hermosas campanas de la catedral, las que una vez estuvieron al cuidado de su abuelo.
Una vez terminaron de contar historias de miedo y se apagó la primera fogata, dos compañeros de clase se le acercaron. Antonio y Pablo.
—Fabián, ¿vienes a jugar con nosotros?
Contento porque no se olvidaran de él, aceptó encantado y les siguió. Pero pronto se dio cuenta de que se dirigían a los patios traseros de la catedral.
—¿A qué vamos a jugar?— preguntó Fabián, confundido.
—Al escondite— dijo Antonio, el más robusto de los dos—. Pero tenemos que empezar al pie de las escaleras de caracol, las que dan al campanario.
Fabián, aún pensando que se podían meter en un buen lío, intentó confiar en sus nuevos amigos.
Atravesaron los jardines y entraron en la iglesia. Fabián nunca se cansaría de observar los grandes techos y las lámparas de araña, sin contar con el gran órgano que alguna vez había escuchado cuando acompañaba a su abuela a misa.
Los tres se detuvieron cuando estaban a unos pocos pasos de la vieja escalera. Fabián pensó que la puerta que daba a ellas estaría cerrada con llave, pero misteriosamente estaba abierta. Desde allí se podía oír el eco del viento, el cual resoplaba entre las viejas campanas.
—Fabián, como es la primera vez que juegas con nosotros, te la picas tú— dijo Pablo, cogiendo la mano de Fabián y llevándolo a los primeros escalones—. Tienes que subir las escaleras hasta la mitad, contar hasta diez en voz alta y volver a bajar. Nuestro límite son los jardines, ¿de acuerdo?
Él asintió y empezó a subir. Sabía que la mitad de las escaleras se encontraba claramente marcada por una enorme ventana, desde la que se podía observar la plaza. Cuando llegó, se dispuso a contar hasta diez. Su corazón dio un vuelvo al pronunciar el cinco. Un fuerte portazo se había escuchado desde abajo. Entonces lo comprendió todo.
Asustado salió corriendo a trompicones hacia la puerta, que ahora se encontraba cerrada. Intentó abrirla, pero fue inútil. En medio de la oscuridad, gritó los nombres de Antonio y Pablo, golpeando la puerta desesperado. Lo único que pudo oír fueron risas en la lejanía.
Intentó pedir ayuda, pero fue en vano: Fabián sabía perfectamente que todo el pueblo se encontraba ahora en la plaza y que desde allí nadie lo escucharía.
Había sido engañado. Desde el principio lo habían utilizado para su propia diversión. Sus piernas cedieron y cayó sobre la puerta, demasiado asustado como para observar la oscuridad que se encontraba a sus espaldas. Empezó a llorar aterrorizado. Entonces le vino a la mente la leyenda de la niña que se quedó encerrada en el campanario. Se estremeció y, sin saber qué hacer, se acurrucó contra la puerta e hizo un ovillo con la capa de su disfraz. Estaba impregnada del olor de su abuela, su colonia… aquello logró calmar a Fabián y, sin darse cuenta, se quedó dormido.
Encuentro
Spoiler: Mostrar
¿Dónde estás, pequeño pajarito?
Una hermosa voz aterciopelada despertó a Fabián de su apacible sueño. En un principio no sabía dónde se encontraba, pero los recuerdos fueron aflorando. Y de nuevo el terror se apoderó de su mente. Se levantó, sacudiendo sus pantalones, con cuidado de no romperlos. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que lo encerraron?
Entonces volvió a oírla.
¿Dónde estás, dónde estás?
Fabián se quedó paralizado. La voz no provenía de la gran plaza, sino de las propias escaleras.
Ante todo Fabián intentó tranquilizarse. Puede que hubiese sido su imaginación, porque bien sabía que a veces el eco de las viejas campanas confundía al oído humano. Pero no fue así.
Pequeño pajarito, ahora dormido entre mis brazos
Yo te cuidaré, no tengas miedo
Pronto podrás volar, libre de toda maldad
Mi pobre pajarito, mi pequeño pajarito
No había duda alguna de que la voz provenía de arriba. ¿Y si se estaba volviendo loco? ¿O si sólo se trataba de alguna broma que le tuviesen preparada los niños del pueblo?
Fue entonces cuando se acordó de su abuelo, al que muchas personas del lugar lo tenían considerado un hombre muy valiente e intrépido en su juventud. Ese orgullo fue suficiente para que el joven se arriesgase a subir las escaleras de caracol.
Mi pobre pajarito, mi bello pajarito
Se paró en seco. Esta vez la había escuchado claramente. No habían sido imaginaciones suyas. Clavando la vista en los viejos escalones de piedra descubrió aterrado una pequeña sombra. El corazón le latía a mil por hora y sentía que le faltaba aire. Decidido dio unos pocos pasos más y alzó la vista.
Fabián quedó maravillado ante la imagen que sus ojos cristalinos le ofrecieron aquella noche de luna llena.
En la ventana donde poco antes logró contar hasta cinco, una hermosa niña de largos cabellos cobrizos cantaba observando la fiesta de la gran plaza. La luna iluminaba aquel bello rostro, blanco como la nieve. Sus rasgos, tan bien definidos, la hacían parecer una muñeca de porcelana.
La niña vestía con un sencillo traje gris, acompañado de pequeños encajes blancos. ¿Iba descalza? ¿No estaría pasando frío?
Fabián intentó articular palabra, pero sólo salió de su boca un torpe balbuceo, suficiente para que la pequeña se diera cuenta de su presencia. Ella le observó espantada con sus enormes ojos llameantes. La joven criatura pegó un leve chillido que logró asustar de nuevo al intruso, y, sin más, salió apresurada escaleras arriba. Fabián no lo dudó y fue en su busca. Entre unos cuantos tropiezos logró llegar al viejo campanario, la zona más alta de la catedral.
Sólo lo había podido visitar cuando el sol asomaba, por lo que Fabián se encontró un poco perdido una vez empezó a pasear entre las viejas campanas. No había rastro de la niña en todo el piso, así que subió al segundo bloque de campanas, a las cuales podía acceder gracias a unas escaleras de madera. No encontró a nadie.
—¿Hay alguien ahí?— preguntó Fabián a la oscuridad—. Perdona si te he asustado, no era mi intención.
De repente empezó a sonar la campana más grande del piso, lo que hizo que el joven saltara del susto. Si Fabián no hubiese sabido de la existencia de la niña, habría salido por patas.
“Parece que a ella también le gusta jugar al escondite” pensó. Acto seguido, se adentró en el interior de la antigua forma ovalada.
Fabián encontró a la pequeña golpeando el interior de la campana con un enorme palo de madera. Ésta dejó caer el instrumento cuando vio al muchacho e intentó salir de allí, pero Fabián fue más rápido y le agarró la mano. Éste se sorprendió al rozar su piel. Tan fría…
...a la vez que suave.
—¡No te vayas! ¡Lo siento! ¡No pretendía asustarte! ¡Por favor, no te vayas!
La pequeña se dio la vuelta y observó a Fabián. Ahora no había temor en sus ojos, sino curiosidad.
—¿No quieres que me vaya?
—¡No! ¡No quiero quedarme solo!
—¿Por qué estás aquí? ¿Has venido a molestar a las campanas? — preguntó la niña, con sus extraños ojos carmesí, en los que ahora se podía observar una pequeña chispa de furia.
—¡Nunca molestaría a las campanas! ¡Mi abuelo las cuidaba mucho cuando era joven!
Fabián notó que la niña dejaba de oponer resistencia.
—¿En…en serio? Entonces no puedes ser malo.
—¡Por supuesto que no lo soy! — exclamó Fabián, enfadado de que ella pudiera pensar algo así de él sin conocerle.
—¿Y entonces por qué estás aquí?
Los dos salieron de la vieja campana y se dirigieron al pequeño balcón que daba a la gran plaza. Ella no le soltó la mano en ningún momento mientras le contó su historia. De hecho, le seguía observando con ojos curiosos. Fabián tenía la vista clavada en el suelo. Realmente su belleza le cegaba y el que le agarrase la mano con tanta dulzura le daba mucha vergüenza.
—¡Qué malos son tus amigos! ¿Por qué lo hicieron?
—No lo sé. ¡Y no son mis amigos! Un amigo nunca haría eso.
—¿Tienes alguno?
Aquella pregunta atravesó el corazón de Fabián y por un momento quiso llorar.
—No, ninguno.
—Yo tampoco. Suelo viajar mucho...
Los dos se asustaron cuando escucharon gritos en la plaza. Los mayores empezaban a alejar a los más pequeños para preparar los cohetes.
—Me gusta mucho tu capa— aquel cumplido sorprendió a Fabián, enrojecido.
—Gr…gracias. A mí también me gusta tu vestido— el pequeño entonces se acordó de sus pies descalzos—. ¿No tienes frío?
—No, estoy bien. Soy una criatura de la noche así que supongo que no hay problema.
Fabián tragó saliva. ¿Qué acababa de decir?
—¿Criat…cria…criatura de la noche?— empezó a tartamudear y un ligero escalofrío recorrió su espalda. Se acordó de la leyenda de la niña fantasma y apartó su mano de la de la pequeña.
Ella seguía contemplándole con ojos tranquilos y serenos.
—Antes era como los niños de allí abajo— dijo señalando a los que se encontraban abrazados a sus padres—. Pero fui descuidada con mi vida. Tropecé y… Alabastar me salvó.
—¿Alabastar?
—Es quien me creó y me cuidó desde aquello. Aunque no soy como él. Jamás he probado la sangre humana.
La mente de Fabián se nubló. ¡La pequeña niña no era un fantasma! ¡Era un vampiro!
—No…no te creo — fueron las primeras palabras que logró pronunciar Fabián—. ¡Los vampiros no existen! Quiero decir… ¡no es posible que las criaturas de la noche existan!
—¡Sí que existen! ¿Acaso no me estás viendo? ¡Creí que te gustaría que lo fuese! Si no… ¿por qué llevas esa capa? Se parece mucho a la de Alabastar…
Eso era cierto. De todas las criaturas mágicas que existían en las leyendas, los vampiros siempre le fascinaron a Fabián.
La niña suspiró y agarró de nuevo la mano del muchacho, metiéndolo dentro de una de las campanas más nuevas del piso. El pequeño no comprendió hasta que ella le señaló la pared reluciente, donde podía ver perfectamente su reflejo. Entonces se dio cuenta de que, aunque la pequeña estuviese a su lado, no lograba encontrar su imagen.
—¡Oh!
—¿Ves? —exclamó la joven de ojos carmesí, ahora con una sonrisa reluciente, complacida de haber convencido a Fabián.
—Y entonces… ¿no puedes salir a la luz del sol? ¿Duermes en un ataúd? ¿Cómo…?
Los labios de Fabián fueron sellados por la mano gélida de la pequeña vampira.
—¡Vas muy rápido! Yo también quiero preguntarte muchas cosas— su risa deslumbró a Fabián. ¿Podía existir de verdad una belleza así?
—¿Qué quieres saber de mí?
—Primero tu nombre. Si no lo sé, no podré pedirte que seamos amigos, ¿no?
Aquel comentario iluminó el rostro de Fabián con una sonrisa.
—¿Quieres… que seamos amigos… tú y yo?
—¡Claro que sí!
Fabián se apartó la capa e hizo una reverencia, interpretando su papel de vampiro, deseoso de complacer a su nueva amiga.
—Mi nombre es Fabián.
—¡Qué nombre tan bonito! ¡Yo me llamo Pandora! — ella respondió a su reverencia colocando su falda gris, un tanto arrugada.
“Pandora, qué nombre tan curioso”, pensó Fabián.
Una hermosa voz aterciopelada despertó a Fabián de su apacible sueño. En un principio no sabía dónde se encontraba, pero los recuerdos fueron aflorando. Y de nuevo el terror se apoderó de su mente. Se levantó, sacudiendo sus pantalones, con cuidado de no romperlos. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que lo encerraron?
Entonces volvió a oírla.
¿Dónde estás, dónde estás?
Fabián se quedó paralizado. La voz no provenía de la gran plaza, sino de las propias escaleras.
Ante todo Fabián intentó tranquilizarse. Puede que hubiese sido su imaginación, porque bien sabía que a veces el eco de las viejas campanas confundía al oído humano. Pero no fue así.
Pequeño pajarito, ahora dormido entre mis brazos
Yo te cuidaré, no tengas miedo
Pronto podrás volar, libre de toda maldad
Mi pobre pajarito, mi pequeño pajarito
No había duda alguna de que la voz provenía de arriba. ¿Y si se estaba volviendo loco? ¿O si sólo se trataba de alguna broma que le tuviesen preparada los niños del pueblo?
Fue entonces cuando se acordó de su abuelo, al que muchas personas del lugar lo tenían considerado un hombre muy valiente e intrépido en su juventud. Ese orgullo fue suficiente para que el joven se arriesgase a subir las escaleras de caracol.
Mi pobre pajarito, mi bello pajarito
Se paró en seco. Esta vez la había escuchado claramente. No habían sido imaginaciones suyas. Clavando la vista en los viejos escalones de piedra descubrió aterrado una pequeña sombra. El corazón le latía a mil por hora y sentía que le faltaba aire. Decidido dio unos pocos pasos más y alzó la vista.
Fabián quedó maravillado ante la imagen que sus ojos cristalinos le ofrecieron aquella noche de luna llena.
En la ventana donde poco antes logró contar hasta cinco, una hermosa niña de largos cabellos cobrizos cantaba observando la fiesta de la gran plaza. La luna iluminaba aquel bello rostro, blanco como la nieve. Sus rasgos, tan bien definidos, la hacían parecer una muñeca de porcelana.
La niña vestía con un sencillo traje gris, acompañado de pequeños encajes blancos. ¿Iba descalza? ¿No estaría pasando frío?
Fabián intentó articular palabra, pero sólo salió de su boca un torpe balbuceo, suficiente para que la pequeña se diera cuenta de su presencia. Ella le observó espantada con sus enormes ojos llameantes. La joven criatura pegó un leve chillido que logró asustar de nuevo al intruso, y, sin más, salió apresurada escaleras arriba. Fabián no lo dudó y fue en su busca. Entre unos cuantos tropiezos logró llegar al viejo campanario, la zona más alta de la catedral.
Sólo lo había podido visitar cuando el sol asomaba, por lo que Fabián se encontró un poco perdido una vez empezó a pasear entre las viejas campanas. No había rastro de la niña en todo el piso, así que subió al segundo bloque de campanas, a las cuales podía acceder gracias a unas escaleras de madera. No encontró a nadie.
—¿Hay alguien ahí?— preguntó Fabián a la oscuridad—. Perdona si te he asustado, no era mi intención.
De repente empezó a sonar la campana más grande del piso, lo que hizo que el joven saltara del susto. Si Fabián no hubiese sabido de la existencia de la niña, habría salido por patas.
“Parece que a ella también le gusta jugar al escondite” pensó. Acto seguido, se adentró en el interior de la antigua forma ovalada.
Fabián encontró a la pequeña golpeando el interior de la campana con un enorme palo de madera. Ésta dejó caer el instrumento cuando vio al muchacho e intentó salir de allí, pero Fabián fue más rápido y le agarró la mano. Éste se sorprendió al rozar su piel. Tan fría…
...a la vez que suave.
—¡No te vayas! ¡Lo siento! ¡No pretendía asustarte! ¡Por favor, no te vayas!
La pequeña se dio la vuelta y observó a Fabián. Ahora no había temor en sus ojos, sino curiosidad.
—¿No quieres que me vaya?
—¡No! ¡No quiero quedarme solo!
—¿Por qué estás aquí? ¿Has venido a molestar a las campanas? — preguntó la niña, con sus extraños ojos carmesí, en los que ahora se podía observar una pequeña chispa de furia.
—¡Nunca molestaría a las campanas! ¡Mi abuelo las cuidaba mucho cuando era joven!
Fabián notó que la niña dejaba de oponer resistencia.
—¿En…en serio? Entonces no puedes ser malo.
—¡Por supuesto que no lo soy! — exclamó Fabián, enfadado de que ella pudiera pensar algo así de él sin conocerle.
—¿Y entonces por qué estás aquí?
Los dos salieron de la vieja campana y se dirigieron al pequeño balcón que daba a la gran plaza. Ella no le soltó la mano en ningún momento mientras le contó su historia. De hecho, le seguía observando con ojos curiosos. Fabián tenía la vista clavada en el suelo. Realmente su belleza le cegaba y el que le agarrase la mano con tanta dulzura le daba mucha vergüenza.
—¡Qué malos son tus amigos! ¿Por qué lo hicieron?
—No lo sé. ¡Y no son mis amigos! Un amigo nunca haría eso.
—¿Tienes alguno?
Aquella pregunta atravesó el corazón de Fabián y por un momento quiso llorar.
—No, ninguno.
—Yo tampoco. Suelo viajar mucho...
Los dos se asustaron cuando escucharon gritos en la plaza. Los mayores empezaban a alejar a los más pequeños para preparar los cohetes.
—Me gusta mucho tu capa— aquel cumplido sorprendió a Fabián, enrojecido.
—Gr…gracias. A mí también me gusta tu vestido— el pequeño entonces se acordó de sus pies descalzos—. ¿No tienes frío?
—No, estoy bien. Soy una criatura de la noche así que supongo que no hay problema.
Fabián tragó saliva. ¿Qué acababa de decir?
—¿Criat…cria…criatura de la noche?— empezó a tartamudear y un ligero escalofrío recorrió su espalda. Se acordó de la leyenda de la niña fantasma y apartó su mano de la de la pequeña.
Ella seguía contemplándole con ojos tranquilos y serenos.
—Antes era como los niños de allí abajo— dijo señalando a los que se encontraban abrazados a sus padres—. Pero fui descuidada con mi vida. Tropecé y… Alabastar me salvó.
—¿Alabastar?
—Es quien me creó y me cuidó desde aquello. Aunque no soy como él. Jamás he probado la sangre humana.
La mente de Fabián se nubló. ¡La pequeña niña no era un fantasma! ¡Era un vampiro!
—No…no te creo — fueron las primeras palabras que logró pronunciar Fabián—. ¡Los vampiros no existen! Quiero decir… ¡no es posible que las criaturas de la noche existan!
—¡Sí que existen! ¿Acaso no me estás viendo? ¡Creí que te gustaría que lo fuese! Si no… ¿por qué llevas esa capa? Se parece mucho a la de Alabastar…
Eso era cierto. De todas las criaturas mágicas que existían en las leyendas, los vampiros siempre le fascinaron a Fabián.
La niña suspiró y agarró de nuevo la mano del muchacho, metiéndolo dentro de una de las campanas más nuevas del piso. El pequeño no comprendió hasta que ella le señaló la pared reluciente, donde podía ver perfectamente su reflejo. Entonces se dio cuenta de que, aunque la pequeña estuviese a su lado, no lograba encontrar su imagen.
—¡Oh!
—¿Ves? —exclamó la joven de ojos carmesí, ahora con una sonrisa reluciente, complacida de haber convencido a Fabián.
—Y entonces… ¿no puedes salir a la luz del sol? ¿Duermes en un ataúd? ¿Cómo…?
Los labios de Fabián fueron sellados por la mano gélida de la pequeña vampira.
—¡Vas muy rápido! Yo también quiero preguntarte muchas cosas— su risa deslumbró a Fabián. ¿Podía existir de verdad una belleza así?
—¿Qué quieres saber de mí?
—Primero tu nombre. Si no lo sé, no podré pedirte que seamos amigos, ¿no?
Aquel comentario iluminó el rostro de Fabián con una sonrisa.
—¿Quieres… que seamos amigos… tú y yo?
—¡Claro que sí!
Fabián se apartó la capa e hizo una reverencia, interpretando su papel de vampiro, deseoso de complacer a su nueva amiga.
—Mi nombre es Fabián.
—¡Qué nombre tan bonito! ¡Yo me llamo Pandora! — ella respondió a su reverencia colocando su falda gris, un tanto arrugada.
“Pandora, qué nombre tan curioso”, pensó Fabián.
Amistad
Spoiler: Mostrar
Los gritos de la gran plaza se intensificaron. Los mayores empezaron a encender los cohetes y en un instante fueron lanzados hacia el cielo estrellado. Fabián agarró la mano de Pandora para sentarse con ella en el balcón, disfrutando de aquel hermoso espectáculo. Una gran gama de colores iluminaron el pueblo. Fabián jamás había observado el efecto que tenían los cohetes a la altura en la que se encontraban él y su nueva amiga. Ojalá su abuelo estuviera allí para verlo.
—Entonces… ¿es cierto que os podéis convertir en murciélagos? —preguntó Fabián, intentando volver a interrogar a Pandora, que ahora observaba los cohetes maravillada.
Ella empezó a reírse.
—¡No, no! En realidad viajamos de forma muy extraña… no sabría muy bien cómo explicártelo… supongo que sólo un vampiro puede entenderlo.
—Ah…
Pandora le explicó a Fabián todo acerca de los vampiros. Según le contó, Pandora no recordaba nada acerca de su vida anterior, sólo que el pueblo fue en el pasado su hogar.
—¿Y esa canción?
—Es lo poco que recuerdo de mi vida mortal. Fue hace dos años cuando Alabastar me encontró aquí… ¿ves esta marca en mi muñeca?— la pequeña se descubrió su mano izquierda y mostró una dura cicatriz—. Él me mordió. Aunque siempre me ha dicho que para que pueda ser inmortal, debo beber la sangre de un humano. ¡Pero yo no quiero!
—¿Puedes seguir creciendo?— Pandora asintió con la cabeza—. ¿Entonces de qué te alimentas?— preguntó Fabián con ojos expectantes.
—Como no he bebido nunca sangre humana, puedo alimentarme de la de los animales, e incluso puedo comer dulces y golosinas como tú. Pero es debido a eso de que mi cuerpo no es tan fuerte como el de Alabastar.
Fabián imaginó qué aspecto debía tener el vampiro Alabastar. Le vino a la mente el conde Drácula, con su enorme capa negra, con la que cubría a sus víctimas antes de chuparles la sangre, dejándolos sin vida.
—¿Y por qué estás aquí sola? ¿Dónde está Alabastar?
—Siempre venimos por estas fechas para que yo pueda ver desde aquí la fiesta. Recuerdo vagamente que me gustaba bailar con mis amigas en la plaza, comer dulces… él ahora estará alimentándose— ella volvió a agarrar la mano de Fabián con fuerza—. ¡Pero no te preocupes! ¡Me prometió no dañar a nadie del pueblo!
Fabián asintió, agradecido de no tener que preocuparse por la vida de sus abuelos. Entonces recordó que en su pequeño bolsillo había guardado unos cuantos caramelos. Los sacó y le ofreció uno de fresa. La pequeña vampira se lo llevó a la boca, ilusionada de saborear aquel amable gesto por parte de su nuevo amigo.
—¡Está muy bueno!
El pequeño sonrió y cogió otro caramelo. Mientras Pandora lo masticaba, Fabián no pudo resistir a observar su perfecta dentadura, buscando algo…
—¿Qué?
—¡Ah, no, nada! Es sólo que…
Fabián había sido bastante descuidado. Pero no podía pedirle a Pandora que le enseñase sus colmillos.
—¡Ahora me toca a mí preguntar!— dijo Pandora, tragando lo que quedaba de caramelo entre sus dientes—. ¿Cómo es tu abuelo? ¿Es cierto que él cuidaba de las campanas?
Las horas pasaron volando para los dos. Fabián estuvo hablando con orgullo de su abuelo y le contó a Pandora que cuando fuese mayor le gustaría seguir cuidando del viejo campanario.
Llegó un momento en el que Pandora se fijó en el horizonte, pensativa.
—¿Qué ocurre?— preguntó Fabián.
—Alabastar debería estar de vuelta dentro de poco. Pronto amanecerá.
Aquellas palabras entristecieron a Fabián. Pandora había dicho que sólo pasaba por el pueblo la noche de brujas, para luego emprender viaje de nuevo con Alabastar…
—¿No puedes quedarte?
—No, Fabián. Lo siento.
—Entonces… ¿es cierto que os podéis convertir en murciélagos? —preguntó Fabián, intentando volver a interrogar a Pandora, que ahora observaba los cohetes maravillada.
Ella empezó a reírse.
—¡No, no! En realidad viajamos de forma muy extraña… no sabría muy bien cómo explicártelo… supongo que sólo un vampiro puede entenderlo.
—Ah…
Pandora le explicó a Fabián todo acerca de los vampiros. Según le contó, Pandora no recordaba nada acerca de su vida anterior, sólo que el pueblo fue en el pasado su hogar.
—¿Y esa canción?
—Es lo poco que recuerdo de mi vida mortal. Fue hace dos años cuando Alabastar me encontró aquí… ¿ves esta marca en mi muñeca?— la pequeña se descubrió su mano izquierda y mostró una dura cicatriz—. Él me mordió. Aunque siempre me ha dicho que para que pueda ser inmortal, debo beber la sangre de un humano. ¡Pero yo no quiero!
—¿Puedes seguir creciendo?— Pandora asintió con la cabeza—. ¿Entonces de qué te alimentas?— preguntó Fabián con ojos expectantes.
—Como no he bebido nunca sangre humana, puedo alimentarme de la de los animales, e incluso puedo comer dulces y golosinas como tú. Pero es debido a eso de que mi cuerpo no es tan fuerte como el de Alabastar.
Fabián imaginó qué aspecto debía tener el vampiro Alabastar. Le vino a la mente el conde Drácula, con su enorme capa negra, con la que cubría a sus víctimas antes de chuparles la sangre, dejándolos sin vida.
—¿Y por qué estás aquí sola? ¿Dónde está Alabastar?
—Siempre venimos por estas fechas para que yo pueda ver desde aquí la fiesta. Recuerdo vagamente que me gustaba bailar con mis amigas en la plaza, comer dulces… él ahora estará alimentándose— ella volvió a agarrar la mano de Fabián con fuerza—. ¡Pero no te preocupes! ¡Me prometió no dañar a nadie del pueblo!
Fabián asintió, agradecido de no tener que preocuparse por la vida de sus abuelos. Entonces recordó que en su pequeño bolsillo había guardado unos cuantos caramelos. Los sacó y le ofreció uno de fresa. La pequeña vampira se lo llevó a la boca, ilusionada de saborear aquel amable gesto por parte de su nuevo amigo.
—¡Está muy bueno!
El pequeño sonrió y cogió otro caramelo. Mientras Pandora lo masticaba, Fabián no pudo resistir a observar su perfecta dentadura, buscando algo…
—¿Qué?
—¡Ah, no, nada! Es sólo que…
Fabián había sido bastante descuidado. Pero no podía pedirle a Pandora que le enseñase sus colmillos.
—¡Ahora me toca a mí preguntar!— dijo Pandora, tragando lo que quedaba de caramelo entre sus dientes—. ¿Cómo es tu abuelo? ¿Es cierto que él cuidaba de las campanas?
Las horas pasaron volando para los dos. Fabián estuvo hablando con orgullo de su abuelo y le contó a Pandora que cuando fuese mayor le gustaría seguir cuidando del viejo campanario.
Llegó un momento en el que Pandora se fijó en el horizonte, pensativa.
—¿Qué ocurre?— preguntó Fabián.
—Alabastar debería estar de vuelta dentro de poco. Pronto amanecerá.
Aquellas palabras entristecieron a Fabián. Pandora había dicho que sólo pasaba por el pueblo la noche de brujas, para luego emprender viaje de nuevo con Alabastar…
—¿No puedes quedarte?
—No, Fabián. Lo siento.
Promesa
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Pequeñas lágrimas cayeron sobre las gélidas mejillas de Pandora. Fabián, sin saber qué hacer, la abrazó con dulzura. Los dos se quedaron así, intentando encontrar una solución para no separarse, pero era inevitable que el sol apareciese de entre las gigantescas montañas que rodeaban al pueblo.
Unos ligeros rayos de luz iluminaron el campanario. Pandora se asustó y abrazó con fuerza a Fabián, tanta que hasta el pequeño sintió un ligero dolor en el cuello.
—¡El sol está saliendo! ¿Dónde está Alabastar? ¡No puedo dejar que el sol…! ¡No!
La niña empezó a sollozar aterrorizada. Fabián la intentó tranquilizar aferrándola a su débil cuerpo humano.
—¡No dejaré que la luz te alcance!
Pensó por un instante en llevarla hacia las escaleras de caracol, pero el sol ya estaba iluminando aquella zona y era demasiado peligroso arriesgarse. El joven condujo el cuerpo de Pandora hacia el interior de la campana más grande y vieja del piso. Una vez allí, se quitó la capa y con ella tapó a la niña. La pequeña volvió a acurrucarse en aquel ser tan cálido y reconfortante.
—Fabián… el año que viene volveré al campanario. ¿Me esperarás para jugar de nuevo?
Fabián asintió con la cabeza.
—Esperaré por ti.
—¿De verdad? ¿Lo prometes?
—Lo prometo.
El pequeño se sorprendió cuando la joven vampira posó sus gélidos labios en su mejilla izquierda, para después volver a hundir su rostro en su pecho.
La desesperación empezó a apoderarse del joven. Poco a poco, la sombra de la campana era sustituida por los rayos de sol, que ahora resultaban terroríficos a los ojos de Fabián. No quería que nada le pasase a su amiga, no podía perderla.
De repente, un fuerte estruendo hizo eco en las campanas. Alguien había abierto de una patada la vieja puerta de las escaleras. Se oyeron muchas voces, pero entre ellas una le resultó muy familiar.
—¿¡Fabián!? ¿Estás ahí? ¡Fabián, contesta!
Era la de su abuelo, que había estado buscándolo toda la noche tras darse cuenta de que no había vuelto de la fiesta.
—¡Abuelo! ¡Estoy aquí! — gritó Fabián desde el interior de la forma ovalada.
Se oyeron un montón de pasos apresurados, subiendo torpemente las peligrosas escaleras.
Fabián salió de la campana, dejando a su amiga, ahora dormida, con la capa aún puesta. Tenía que avisar a su abuelo. Él sabría qué hacer.
El abuelo de Fabián corrió hacia su nieto y lo abrazó con rudeza.
—¡Mi pobre niño! ¿Qué haces aquí arriba? ¡He estado toda la noche buscándote! ¡Tu abuela está muy preocupada por ti! ¡Ambos lo estábamos!
Fabián, aún con ganas de disfrutar de ese abrazo, intentó liberarse. Su abuelo lo observó confuso, y se sorprendió al ver a su nieto llorando.
—¿Qué ocurre, Fabián? ¿Te has hecho daño?
—¡No, no! ¡Es mi amiga! ¡No puede darle el sol, sino se quemará!
—¿De qué hablas?
—¡De mi amiga Pandora! Está aquí bajo la campana.
Fabián cogió la mano de su abuelo y lo condujo a la campana donde había dejado a su pobre amiga.
El pequeño se metió dentro para sacarla de allí cuanto antes, pero sólo pudo soltar un grito ahogado.
Pandora había desaparecido.
Unos ligeros rayos de luz iluminaron el campanario. Pandora se asustó y abrazó con fuerza a Fabián, tanta que hasta el pequeño sintió un ligero dolor en el cuello.
—¡El sol está saliendo! ¿Dónde está Alabastar? ¡No puedo dejar que el sol…! ¡No!
La niña empezó a sollozar aterrorizada. Fabián la intentó tranquilizar aferrándola a su débil cuerpo humano.
—¡No dejaré que la luz te alcance!
Pensó por un instante en llevarla hacia las escaleras de caracol, pero el sol ya estaba iluminando aquella zona y era demasiado peligroso arriesgarse. El joven condujo el cuerpo de Pandora hacia el interior de la campana más grande y vieja del piso. Una vez allí, se quitó la capa y con ella tapó a la niña. La pequeña volvió a acurrucarse en aquel ser tan cálido y reconfortante.
—Fabián… el año que viene volveré al campanario. ¿Me esperarás para jugar de nuevo?
Fabián asintió con la cabeza.
—Esperaré por ti.
—¿De verdad? ¿Lo prometes?
—Lo prometo.
El pequeño se sorprendió cuando la joven vampira posó sus gélidos labios en su mejilla izquierda, para después volver a hundir su rostro en su pecho.
La desesperación empezó a apoderarse del joven. Poco a poco, la sombra de la campana era sustituida por los rayos de sol, que ahora resultaban terroríficos a los ojos de Fabián. No quería que nada le pasase a su amiga, no podía perderla.
De repente, un fuerte estruendo hizo eco en las campanas. Alguien había abierto de una patada la vieja puerta de las escaleras. Se oyeron muchas voces, pero entre ellas una le resultó muy familiar.
—¿¡Fabián!? ¿Estás ahí? ¡Fabián, contesta!
Era la de su abuelo, que había estado buscándolo toda la noche tras darse cuenta de que no había vuelto de la fiesta.
—¡Abuelo! ¡Estoy aquí! — gritó Fabián desde el interior de la forma ovalada.
Se oyeron un montón de pasos apresurados, subiendo torpemente las peligrosas escaleras.
Fabián salió de la campana, dejando a su amiga, ahora dormida, con la capa aún puesta. Tenía que avisar a su abuelo. Él sabría qué hacer.
El abuelo de Fabián corrió hacia su nieto y lo abrazó con rudeza.
—¡Mi pobre niño! ¿Qué haces aquí arriba? ¡He estado toda la noche buscándote! ¡Tu abuela está muy preocupada por ti! ¡Ambos lo estábamos!
Fabián, aún con ganas de disfrutar de ese abrazo, intentó liberarse. Su abuelo lo observó confuso, y se sorprendió al ver a su nieto llorando.
—¿Qué ocurre, Fabián? ¿Te has hecho daño?
—¡No, no! ¡Es mi amiga! ¡No puede darle el sol, sino se quemará!
—¿De qué hablas?
—¡De mi amiga Pandora! Está aquí bajo la campana.
Fabián cogió la mano de su abuelo y lo condujo a la campana donde había dejado a su pobre amiga.
El pequeño se metió dentro para sacarla de allí cuanto antes, pero sólo pudo soltar un grito ahogado.
Pandora había desaparecido.
~ Continuará...
¡Saludos!
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EDIT: Editado varias veces para corregir errores y usar algunos consejos de Deja ^^