Era el mayor barco que se había creado hasta la fecha. Un transatlántico que conectaría los reinos a través del mar, con una buena cantidad de camarotes, cubierta de paseo, comedor, cafetería... Lo llamaron el RMS Colossus. Decían que era insumergible.
Fátima Laforet debía estar cagándose en todo, pues el navío estaba yéndose a pique.
Todo le había indicado desde el principio que no debía subirse a ese barco, como si el destino intentara advertirle. Por una parte, la gente del reino cuchicheaba que la tecnología utilizada en él, algo acerca del carbón y un líquido negro traído del infierno cuyo nombre no recordaba, era cosa del mismísimo diablo; quizá fuese por eso por lo que no mucha gente había decidido hacer aquel primer viaje al que se había aventurado el barco. Pero la cosa no terminaba allí, pues una anciana antes de subirse le había advertido que no subiera si quería salir viva. Además de aquello, en el trayecto de su casa al puerto casi fue atropellada por un carruaje de caballos, un guardia la detuvo equivocándola con un ladrón y casi no le dejaron subir por llegar tarde. Todo había ido en su contra: ya podía comprender por qué.
Ahora estaba en su camarote, mientras el agua comenzaba a llegarle a los tobillos. Acababa de despertar y esa era la situación que se había encontrado: agua. Debía salir de allí cuanto antes, sobrevivir. En primer lugar, pensar si coger sus pertenencias o dejarlas allí y echar a correr.
Su habitación estaba en la parte más baja del barco, pues solo había podido permitirse un viaje en tercera clase. Quizá más adelante encontrase un mapa que le ayudase en su huida.