—¡Ah, no! ¡De eso nada!
Corrí hacia el vehículo, pero de nada sirvió. El secuestrador pisó con saña el acelerador y se alejó de la plaza, con Santa Claus bajo su poder y los traviesos elfos ayudando en su temible venganza.
Aunque, para qué mentir: de verdad temía por el pobre Santa Claus.
—¡Kit, voy adelantándome! ¡Tenemos que salvarlo de ese loco!
Algunos pequeños observaron boquiabiertos como de mi espalda surgieron dos alas de cegadora luz. Las desplegué y, sin sentir ya el suelo bajo mis pies, emprendí vuelo para alcanzar el automóvil.
Cuando me encontrara a una distancia prudente por encima de ellos, lanzaría una ráfaga de hielo a unos cuantos metros frente a donde el coche el dirigía, obligándole a detenerse.