—Y ahí estaba yo: con mi nave siendo invadida por un ejército de Sincorazón, liderados por un hombre que gritaba mi nombre al otro lado de la puerta y prometiendo que me arrancaría el cerebro por la nariz. Pero yo no tenía miedo: sabía lo que tenía que hacer.
Nunca me cansaría de contar aquella historia. Hacía ya dos semanas desde que mi aventura en Ciudad Disney con Ragun había calado en todas partes, y muchos me habían preguntado cómo era posible que alguien como yo derrotara al comúnmente llamado Helixzilla y la malvada organización de los falsos Cats.
Todos escuchaban con ganas mis aventuras, deseando que siguiese narrándolas para ellos en exclusiva en el comedor de Tierra de Partida durante la hora del almuerzo. Y yo no me hartaba de hacerlo, de lograr que todos escucharan ansiosos mis palabras para después felicitarme y morirse de envidia, deseando todos ellos ser yo.
Tomé la cuchara del desayuno y la coloqué frente a un joven aprendiz frente a mí, aparentemente aburrido. Lo que estaba a punto de narrarle le dejaría sin palabras:
—No había nada que hacer. No podía teletransportarme de la nave, ni tampoco llamar a nadie para que me ayudara. Pero no lo necesitaba: cogí los controles de mi nave y, a toda velocidad, me dirigí hacia Ciudad Disney. No la equilibré al entrar en la atmósfera, y eliminé la gravedad interna: iba a chocar contra el mundo. Íbamos a morir todos.
Y wow, era cierto. Todos me admiraban, quisieran admitirlo en alto o no.