Un día redondo.
Sí, perder los nervios con tanta frecuencia no podía ser sano.
―Toma, Saeko.
―Eh... Gracias.
Volví al mundo real cuando Gengar me tendió la linterna que había usado anteriormente el recepcionista, y yo, agotada, no dudé en agarrarla con mi mano derecha rápidamente, sintiendo un leve pinchazo en la palma de mi mano por culpa de las quemaduras. Maldije todo lo que podía maldecir por lo bajo y continué a gatas un par de metros más, antes de girarme nuevamente al funcionario y a mi pequeña mascota. Los observé con la vista cansada, pero no quería problemas con los Sincorazón. Lo mejor sería que mi fantasmita nos protegiese por detrás.
―Gengar, será mejor que te quedes detrás por si los Sincorazón nos intentan atrapar. Voy a ir rápido, así que más os vale seguirme el ritmo. Quiero salir de aquí cuanto antes. ¿Entendido? ―incliné la cabeza, esperando una confirmación por parte de ambos, y pasados unos segundos encabecé la marcha
Mi vista no me ayudaba a distinguir muy bien en la lejanía, milagro era que pudiese ver a dos metros delante de mí con claridad gracias a la luz de la linterna, y lo peor de todo, las quemaduras. Cada vez que apoyaba mis manos para avanzar sentía como si cientos de Sincorazón me las desgarrasen al mismo tiempo.
Avancé lo más rápido que pude por el conducto, sintiendo cierta molestia en la zona donde había guardado la carta, la cual tenía prácticamente pegada al cuerpo. Pero no pensaba tolerar fallos como el de Saito o el que yo misma había presenciado; a la carta no le iba a suceder absolutamente nada. ¡Por encima de mi cadáver!
Tras lo que me pareció una eternidad de dolor y sufrimiento, conseguí alcanzar lo que parecía el final. Vi las puertas del cielo abiertas delante de mí, y un alivio invadió mi corazón.
―¡Por fin!
Desesperada por salir y coger aire, me apuré a levantar la trampilla lo más rápido que pude, pero tal fue mi sorpresa cuando nada más sacar la cabeza me choqué con algo que me obligó a entrar dentro de nuevo, dolorida. Cuando me recuperé y apunté con la linterna al exterior no pude recordar la última vez que había sentido tanta vergüenza en mi vida: Diana.
La aprendiza me insultaba con su mirada y su tono de voz no parecía indicar lo contrario, y yo le dediqué unos ojos cargados de ira, furiosa. ¿No me había podido tocar peor situación, verdad? Ante sus burlas, me limité a gruñir para mí misma y maldecir todo por lo bajo, impotente. En ese momento, mi imagen estaba rota y hecha añicos, por los suelos, yo a cuatro patas en un túnel asqueroso y despeinada mientras ella se mantenía por encima de mí, ¡y tan despreocupada como al principio! ¿¡No había sido suficiente con dejarme a mí en la fila e ignorar la misión, sino que ahora tenía que hacer el ridículo ante ella!?
Antes de perder de nuevo la paciencia y saltar encima suya con Llave Espada en mano, bajé la vista y cogí aire, intentando no perder la cordura. Tan vergonzosa y humillante había sido la situación que ni siquiera había reparado en la presencia de numerosos rifles que me amenazaban. A continuación entró en escena otro ser de piel azulada y bastante alto, aunque por el tono de voz autoritario comprendí que se trataba de una mujer. En ese momento no caí, pero ese aspecto me sonaba de algo, y mis sospechas desaparecieron cuando Diana se refirió a ella como la Gran Consejera.
Me sentí, a pesar todo, la mujer más afortunada de aquella nave. Parecía que todo mi esfuerzo no había sido en vano, y Diana tampoco me dejó tirada, sino que me reconoció como su compañera, imaginé que tan lejos como para traicionarme no llegaría, y a fin de cuentas, sólo yo sabía dónde estaba la carta por lo que traicionarme y dejarme tirada sólo significaría el fin de la misión. Igualmente, la aparición de Diana me había dejado con un humor de perros. Decidida y desesperada por entregarle la carta a la Gran Consejera y marcharme de allí, salí del túnel, seguida por el recepcionista y por Gengar.
Una vez de pie estiré mis músculos, alzando los brazos todo lo que podía. Tenía parte del cuerpo entumecido y me sentía bastante maltrecha en general. Suspiré y, tras observar la linterna, me giré hacia el animal que me había tenido que aguantar durante el trayecto.
―Tome. Siento las molestias.
Tras entregarle la linterna apagada, me giré para observar uno por uno a los seres que me acompañaban, deteniéndome en la Gran Consejera. No me hacía gracia desnudarme en público y darle la carta ante la vista de todos, pero tampoco me quedaba más remedio. Sin embargo, antes de moverme siquiera un paso, Diana se dirigió nuevamente a mí, a lo que le dediqué una mirada asesina.
―¿Dónde está Saito?
No sabía por qué no me resultaba rara aquella pregunta, claro, estando en una situación tan crítica y sólo le importaba su novio. No podía evitar sentir celos, por muy sorprendente que me pareciera. Yo no tenía pareja ninguna, mientras que ella, precisamente ella, sí, ¡y había resultado ser uno de mis amigos! Me crucé de brazos y la encaré, sin ningún temor. Cuando guardé la carta no había pensado utilizarla con ese propósito, sino para protegerla de absolutamente todo, pero bien podía acusarlos de su ineptitud sin que estos supiesen dónde realmente se encontraba. Y la sola idea me hacía la boca agua.
―¡Pues mira…!
Pero me vi obligada a callar, dando un ligero respingo, cuando la Gran Consejera nos ordenó avanzar y dejar las explicaciones para luego. Todos la obedecieron sin rechistar, y yo no podía ser menos. Para alguien civilizado y medianamente responsable que encontraba en la nave, no iba a ser yo quién le llevase la contraria, por supuesto que no. Por lo que, tras dirigirle una mirada de desprecio a Diana, me apresuré para mantenerme cerca de la Gran Consejera.
Y mientras me llevaba ambas manos al pelo para recogermelo y hacer una coleta, Gengar se aproximó levitando al recepcionista, del cual me había olvidado por completo por el asunto de Saito y Diana, para susurrarle:
―Creo que usted me comprende, pero no se asuste, ella es así con todo el mundo. Una vez la conoces, te das cuenta de que es un pedacito de pan.
Escuché a Gengar entonces decir algo sobre un pan, por lo que me giré brevemente hacia él con ambas manos en el pelo, ¿acaso tenía hambre? No le di mayor importancia y continué mi camino, no sin sentir cierta incomodidad o picor en la zona donde había guardado la carta.
Pero todo lo había hecho por el éxito de nuestro bando. No podía fallar.