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Bien. La segunda prueba es sencilla: tu misión es traernos algo que represente la Orden. Piensa en todos los mundos que has visitado durante tu aprendizaje. En todo lo que has vivido. Los lugares que has visto, las... personas a las que has conocido... —ennumeró. Ariasu asintió con energía—
. ¿Por qué quieres convertirte en Maestro? ¿Qué te hace sentir que eres apto para el título? Puede tratarse de un objeto, de algo simbólico, una prueba de tu desarrollo... Las posibilidades son infinitas.Fue como si me tiraran un cubo de agua fría a la cabeza. ¿Qué por qué quería convertirme en Maestro? Pues para evolucionar, para obtener más conocimiento, más poder. Si no gente como Xhin haría lo que le diese la gana. Suspiré pesadamente y me llevé una mano a la frente. Estaba sudando.
—
Puedes ir a cualquier parte, pero ten cuidado con lo que hagas —increpó la Maestra. Asentí dudoso.
—
Tienes seis horas para regresar. Llegar tarde significará el suspenso de esta prueba y, por tanto, del Examen. También está prohibido pedir ayuda a otros aprendices aunque, por supuesto, sí que podrás hablar con personas ajenas a la Orden si lo necesitas.
»¿Alguna duda? En cuanto salgas de esta sala, no podrás volver atrás para preguntarnos nada.No tenía ninguna duda, o más bien no tenía ganas de preguntar nada. Ya me estaba calentando la cabeza y ni siquiera había comenzado todavía. Y tener seis horas… Seis horas era demasiado poco. ¿O quizás demasiado? Ya no sabía qué pensar. Sabía que tenía que traerles algo consistente, pero el discurso de “protegeré a todos y todos” estaría muy visto, y además se suponía que lo tenía que sentir de corazón. Suspiré pesadamente, me estaba mareando.
Antes de darme cuenta, Ariasu me arrastró a la puerta. Parloteaba animadamente, como si fuese una nimiedad. Era eso. Solo me faltaba inspiración. Ryota solo me había pedido una canción, algo simple pero que requería de esfuerzo y dedicación. Solo tenía que hallar el lugar donde encontrarla.
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Me encantaría ir contigo —aseguró Ariasu—.
Pero, por desgracia, no puedo. Pásatelo muy bien por los dos, ¿vale? Y no, no pienso abrirte un portal a ninguna parte. ¡Hasta dentro de unas horitas!Bueno, pues estaba solo. Cerró las puertas del gran salón. Cerré los ojos con pesadez y me senté en una escalinata cercana.
Pensé. Nunca me habían hablado de aquella prueba ni del examen en sí, pero estaba claro que las cosas no iban a ser fáciles. Para nada fáciles. Me sorprendí a mí mismo pesaroso, taciturno. Aprobar ese examen significaba serle fiel a la Orden. Para siempre. No era un secreto que los desertores se quedaban sin el título de Maestro.
Invoqué mi Llave. Era liviana, roja. Era parte de mi alma. Recordé el día en que Ariasu me la había dado. Y todo había comenzado por Yerai. Sonreí un poco al recordar a aquel pícaro muchachito, y me pregunté si estaba bien. Si todavía conservaba aquel reloj. Parpadeé. El reloj de Andrei. Sería un objeto perfecto para entregarles, una prueba suficiente de tener poderosos contactos. Pero las posibilidades de encontrar a Yerai eran escasas. Apreté los dientes. Se estaba cociendo algo muy gordo en París, y todo el mundo lo sabía.
Miré a la Llave. Ella era todo lo que ser un Caballero implicaba. Cuando moríamos solo quedaba eso y los recuerdos. Podía pedir a un orfebre que me hiciera una réplica en cobre, aunque no era estúpido: solo tenía seis horas. Ni siquiera Raphaël conocería a un orfebre tan bueno. Revolví la cabeza. Encontrar al noble también sería imposible, y tampoco quería pedirle un favor… Todavía. Nunca olvidaría el beso, pero tampoco que Raphaël nos debía gratitud por haber salvado París, tanto a mí como a Hana; a la que no veía desde aquella misión.
Me puse de pie como un resorte. Todos los caminos llevaban a la Cité. Al fin y al cabo era mi mundo natal, y no se me ocurría mejor sitio para encontrar inspiración.
La inspiración para las buenas canciones.
*****Fue rápido. No me detuve en la ciudad ni en sus inmediaciones porque no había venido como un Caballero. Me dirigí directamente a cierta casa bajo un puente, una casa tan bien camuflada que todavía seguía allí. Había sido nuestro refugio, el de Gédeon y yo, y el río había visto partes de mi vida que ni yo me atrevía a recordar.
Pronto me invadió la nostalgia, el olor a especias y el calor del verano, a pesar de estar en diciembre. Me vi mirando la fachada de la casa como embobado, como recordando viejos tiempos. La madera seguía del mismo color, la humedad era patente. El tragaluz seguía conservando todos los cristales y la puerta seguía cerrada. Había pasado mucho tiempo, pero el miedo que me atenazaba cada vez que intentaba volver había desaparecido por completo. Qué delicia.
Entré. Al instante me di cuenta de que Gédéon seguía viviendo por allí, y que le iba bastante bien. Había adquirido nuevos muebles, una alfombra y había construido una pequeña despensa que no dudé en revisar. Me alegré por él. Si necesitaba alguna prueba de que yo era un lastre para su vida, era aque…
¡DANG!
Caí al suelo. El golpe había sido directamente en la cabeza, así que tardé varios segundos en procesar qué había pasado. Cuando lo hice no me lo pensé. Invoqué la Llave, me levanté de un salto y la empuñé directamente. Pero algo me frenó.
Un abrazo. Me quedé anonadado, sin saber qué decir. Sin saber cómo reaccionar.
Cuando se separó vi una mirada azul y un cabello rubio pajizo. Estaba recogido en una coleta bajo un sombrero con pluma. Se le notaba más sano, y me percaté de que la ropa era de buena calidad, aunque modesta. Llevaba un palo en una mano enguantada, probablemente con lo que me había atizado. No me pude creer que Gédéon siguiese allí. En el fondo, muy en el fondo, me había esperado no encontrarle.
—
Oh, joder. Joder, Simbad. —Me zarandeó, eufórico—.
No puedo creer que estés vivo. Balbuceé, sin saber qué decir.
—
Me… ¿¡Me has pegado!?—
Eh, eh, eh. —Meneó el dedo índice en negación—.
Pensaba que eras un ladrón, y no me he equivocado. Unos segundos de silencio. No pude evitar reírme. Gédéon me acompañó. Nos abrazamos de nuevo. Era mi socio y mi mejor amigo, al fin y al cabo. Y lo mejor de todo: él no había cambiado nada. Me invadió la culpabilidad por un momento. Nos volvimos a separar, con una sonrisa tonta en la cara.
—
Bueno, ¿y qué tal por la Orden? —
Bien —Me encogí de hombros—.
Estoy aquí por un examen y… Un momento. Solo. Un. Momento. Entré en pánico, comencé respirar a una gran velocidad. al borde de un ataque de ansiedad. No me digas que...
—
¡¿CÓMO SABES LO DE LA ORDEN?!—
Tranquilo. No lo sabe nadie más —aseguró. Anduvo hasta la puerta y la cerró, y después se sentó en una silla—.
La semana que te fuiste tenías un libro en tu poder. Intentaste esconderlo, pero igualmente lo descubrí.“La leyenda de los Caballeros”, el tomo que me había dado Ariasu antes de marchar. Me golpeé mentalmente. Era solo cuestión de suerte que Gédéon le descubriera. Suspiré pesadamente.
—
¿Por qué no me dijiste nada?—
Un hombre tiene que tomar sus propias decisiones —Se encogió de hombros—.
Y sabía que no te ibas a quedar. Tú siempre has sido un hombre de aventuras, Simbad, por mucho que intentes negarlo.—
Gédéon, si alguien se entera...—
Te matarán, lo sé. —A pesar de que el ambiente era distendido, su tono se había vuelto serio. Su expresión también—
. No sé en qué andas metido exactamente, pero ya eres mayorcito. Ya te salvé el culo aquella boda, pero creo que te puedes apañar. —
¿Boda? —Y caí. Había sido hacía milenios, pero alguien me había lanzado un cubo de agua cuando estaba borracho, a punto de casarme con Freya. Casi cometí el peor error de mi vida—.
¿Fuiste tú? ¿En serio?—
Sí, y por cierto. —Una sorisa pícara adornó sus labios—.
Era muy guapa la señorita, aunque un poco joven, ¿no crees? —
Era mi hermana, Gédéon. Mi hermana. —Gédéon sabía que tenía por costumbre considerar hermanos a personas muy importantes hacia mí, pero aún así compuso una mueca—.
¡Estábamos borrachos!—
Como sea. —me interrumpió—.
Vosotros y las tradiciones —resopló—.
Dime, ¿qué te trae por aquí? Mierda. El Examen. Miré el
soleil, todavía despuntante. Me quedaba poco tiempo.
—
He venido a investigar. Necesito un objeto que demuestre por qué soy parte de la Orden —resumí. La historia entera sería demasiado larga para explicar solo en seis horas—.
Necesito contactar con Yerai.—
Hace tiempo que no veo a ese diablillo, parece haberse… esfumado. Ya sabes cómo es. —Se levantó y comenzó a abrir algún que otro cajón, buscando algo—.
Además yo estoy ocupado con mi nuevo negocio.—
¿Negocio?—
Sí, ahora soy un burgués asqueroso; aunque prefiero ir por libre. —Cogió una prenda de un cajón y se acercó con aire conspirador—.
Están pasando cosas raras. No sé si serán tus asuntos, pero de todas formas no estoy mucho por aquí, por ahora he oído solo rumores. Fruncí el ceño. Claro. No podía ser un secreto. Aquello tenía que ser cosa de Xhin, y algo había oído en la Orden, pero ¿de verdad podía ser el asunto tan grave?. Se me encogió el corazón. A Gédéon parecía irle muy bien, y no quería que alguien de sus secuaces me relacionara con él. Sorprendentemente, Gédéon pareció leerme la mente, porque me tendió una capa y un trozo de papel amarillento.
—
Toma esto. Lo vas a necesitar para ir de incógnito si quieres pasearte por esta ciudad, además la que tienes no tiene mangas. La capa era gigantesca, mucho más que la verde que tenía. Tenía mangas y todo, y más bien era como un chubasquero de piel. No dudé en aceptar su regalo y ponérmelo. Me quedaba como un guante, y la capucha era amplia y espaciosa, justo como me gustaba. El papel… Era otra cosa.
Gédéon:
Sé que sabes leer, te enseñé cuando estábamos en las calles muertos de frío... y no descarto que tus padres también te enseñaran.
Sabes que no soy muy propicio a las despedidas, por eso, prefiero no decírtelo a la cara. Es algo cobarde, lo sé; pero yo siempre he sido así. Sé cómo estará tu cara mientras lees esto: contraída por un cabreo descomun...
Era la carta. Aquella carta que hacía tanto tiempo le había dado. Cuando le miré, interrogante, mi amigo solo sonrió:
—
Ten suerte, Simbad. —Asintió como despedida—.
Y que el viento sople a tu favor.Era una de esas despedidas que se daban en las historias, quizás una de las mejores. Abandoné la casa con un buen sabor de boca, aunque con la inquietud carcomiéndome las entrañas. Gédéon había madurado, no lo podía negar, pero la situación en la Orden no era para él. Esa era una carga que tenía que afrontar solo.
Sea como fuere, me ajusté bien la capucha y me interné en la Ciudad. Gédéon había dicho que estaban pasando cosas raras, y Gédéon no era de los que se creían los rumores.
El Examen tendría que esperar.