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En este día, 24 de Diciembre, nació una persona de la que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que cambió el mundo para siempre. No, no es Jesucristo. No, no es Pablo Iglesias. Estamos hablando de:
Gran visir, mejor padre. Precursor de las palizas gitanas, escritor, roleador, perseguidor de jovencitas. El temor de los pretendientes, amado por sus tres hijas.
Sin más dilación, aquí están los humildes presentes de tu hija mediana:
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Noche cerrada en Arabia. Los luceros brillaban en la manta de terciopelo oscuro que era el firmamento, como los brillantes del collar de una hermosa mujer.
El visir estaba sentado en su trono, solo en la majestuosa sala. Apoyaba el mentón en su moreno puño, mientras con la otra mano se rascaba su recortada perilla. Sus ojos denotaban cansancio, causado por las largas horas frente a libros de cuentas y poderosos hechizos; por las experiencias vividas que muchos no habrían podido soportar; por haber amado y perdido.
En ese preciso instante, rodeados de sombras y lujosos tapices, aquellos dos granates observaban con avidez una esfera lisa y reluciente en la que, si mirabas sin apartar la vista el suficiente tiempo, podrías notar una leve bruma atrapada entre sus redondeadas paredes. Aquel era un instrumento de gran poder, que sólo él podía poseer. Ni siquiera su familia sabía de su existencia. Y era lo mejor. Sus hijas no estaban preparadas para conocer aquella faceta de su padre. Debían conocer al gran visir, pero no al poderoso brujo. No todavía.
Al menos, dos de ellas no. Tal vez su hija mediana hubiese estado preparada. Después de todo, siempre había sido la más perspicaz de las tres. La mayor tenía siempre la cabeza en otros lugares, distraída en sus propios asuntos; y la pequeña era demasiado joven e inexperta. Pero la otra… El visir podía notar la magia en ella. Ambos eran iguales.
Y eso era lo que los había destruido.
No había día en el que no pensara en su pequeña hija, la que más había protegido del cruel mundo que los acechaba. Tal vez por eso ella se había ido, queriendo escapar de las comodidades y la seguridad. Tenía la sabiduría de su padre, pero también el espíritu de aventurera (y la terquedad) de su madre. El visir dibujó en su rostro una leve sonrisa al recordar a la mujer que hubo amado una vez. Ella también se había marchado, había desaparecido como consecuencia de los errores de ambos. Los mismos fallos que había cometido con su hija, regalándole todo lo que cualquier niña normal ni se hubiera atrevido a soñar. Pero ella no era como las demás. Ella era especial, única.
Una chispa color sangre surgió de las profundidades de la esfera. El visir, más joven de lo que en realidad aparentaba, asió la bola con las dos manos; como si fuera la única forma de sobrevivir a una tormenta de arena. Poco a poco, en su superficie se fue dibujando una imagen cada vez más nítida, hasta que los rostros y los contornos se dibujaron.
Y allí, con el tamaño de un pulgar, vio a su hija, ataviada con las mismas ropas que sus sirvientes; vestimentas pobres que desentonaban con su hermosa piel y sus oscuros cabellos. Sonreía, mostrando su hoyuelo en la mejilla izquierda. Estaba sentada en el suelo de una destartalada habitación, junto a un joven algunos años mayor. El visir frunció el ceño al vislumbrarlo. El hombre que le había robado a su chiquitina. Igual de desarrapado que ella (aunque no con el mismo contraste), no era atractivo, ni demasiado inteligente (según las fuentes del gobernador). Pero aún así, su hija lo había escogido. Había preferido a aquel don nadie a su padre. Y aquello era lo que más le enfurecía, lo que más le hacía odiar a aquel desgraciado.
De pronto, la gran puerta del salón se abrió. El visir escondió entre los pliegues de su túnica de vivos colores el mágico objeto, pero se relajó al ver la pequeña cabecita pelirroja de su hija menor. El mismo color que el de su progenitora.
El visir sacudió la cabeza. ¿Por qué le venían esos recuerdos a la cabeza justo ahora? Hacía mucho que la había olvidado. O al menos, eso creía.
—Río, hija, ¿puedes llamar al capitán de la guardia? Por favor —pese a su tono amable, sus hijas habían aprendido a no desobedecer a su padre. Y sobre todo, después de la marcha de una de sus hermanas.
La pequeña Río asintió y se marchó corriendo alegremente por donde había venido. Era tan inocente, tan alegre… Ni siquiera entendía la marcha de su hermana.
A los pocos minutos, su hija regresó con el capitán de la guardia, un hombre de confianza. De los pocos que le quedaban, reflexionó el visir. Y él sabía cómo cuidar a sus allegados.
Tras los debidos saludos y reverencias, y una vez Río se hubo retirado; el visir salió al balcón caminando solemnemente. De espaldas al capitán, miró su bola de cristal que relucía bajo la luz de las estrellas y ordenó:
—Mi hija Nuxal está en una de las chabolas de las afueras del Bazar, concretamente en una de tejado azul. Traiganla ante mí y arresten al joven que está con ella.
Cuando su fiel vasallo se hubo marchado, el visir guardó su esfera mágica en su baúl secreto. Después, se sentó de nuevo en su trono, con el rostro impasible. Una voz surgió de la puerta secundaria, sólo permitida para un pequeño círculo:
—Volverá a escapar. Lo sabe, ¿verdad, padre?
El hombre no tuvo que girarse para comprender que su hija mayor lo había escuchado todo. Tenía una gran habilidad para la ocultación y el espionaje. Si tuviera capacidad de liderazgo… Hubiese sido la heredera perfecta.
El visir no respondió. Se quedó pensativo, mirando al infinito; desoyendo las palabras de su primogénita.
Tratando de ignorar a su conciencia, que le echaba en cara lo que había hecho.
Había vuelto a cometer el mismo error.
El visir estaba sentado en su trono, solo en la majestuosa sala. Apoyaba el mentón en su moreno puño, mientras con la otra mano se rascaba su recortada perilla. Sus ojos denotaban cansancio, causado por las largas horas frente a libros de cuentas y poderosos hechizos; por las experiencias vividas que muchos no habrían podido soportar; por haber amado y perdido.
En ese preciso instante, rodeados de sombras y lujosos tapices, aquellos dos granates observaban con avidez una esfera lisa y reluciente en la que, si mirabas sin apartar la vista el suficiente tiempo, podrías notar una leve bruma atrapada entre sus redondeadas paredes. Aquel era un instrumento de gran poder, que sólo él podía poseer. Ni siquiera su familia sabía de su existencia. Y era lo mejor. Sus hijas no estaban preparadas para conocer aquella faceta de su padre. Debían conocer al gran visir, pero no al poderoso brujo. No todavía.
Al menos, dos de ellas no. Tal vez su hija mediana hubiese estado preparada. Después de todo, siempre había sido la más perspicaz de las tres. La mayor tenía siempre la cabeza en otros lugares, distraída en sus propios asuntos; y la pequeña era demasiado joven e inexperta. Pero la otra… El visir podía notar la magia en ella. Ambos eran iguales.
Y eso era lo que los había destruido.
No había día en el que no pensara en su pequeña hija, la que más había protegido del cruel mundo que los acechaba. Tal vez por eso ella se había ido, queriendo escapar de las comodidades y la seguridad. Tenía la sabiduría de su padre, pero también el espíritu de aventurera (y la terquedad) de su madre. El visir dibujó en su rostro una leve sonrisa al recordar a la mujer que hubo amado una vez. Ella también se había marchado, había desaparecido como consecuencia de los errores de ambos. Los mismos fallos que había cometido con su hija, regalándole todo lo que cualquier niña normal ni se hubiera atrevido a soñar. Pero ella no era como las demás. Ella era especial, única.
Una chispa color sangre surgió de las profundidades de la esfera. El visir, más joven de lo que en realidad aparentaba, asió la bola con las dos manos; como si fuera la única forma de sobrevivir a una tormenta de arena. Poco a poco, en su superficie se fue dibujando una imagen cada vez más nítida, hasta que los rostros y los contornos se dibujaron.
Y allí, con el tamaño de un pulgar, vio a su hija, ataviada con las mismas ropas que sus sirvientes; vestimentas pobres que desentonaban con su hermosa piel y sus oscuros cabellos. Sonreía, mostrando su hoyuelo en la mejilla izquierda. Estaba sentada en el suelo de una destartalada habitación, junto a un joven algunos años mayor. El visir frunció el ceño al vislumbrarlo. El hombre que le había robado a su chiquitina. Igual de desarrapado que ella (aunque no con el mismo contraste), no era atractivo, ni demasiado inteligente (según las fuentes del gobernador). Pero aún así, su hija lo había escogido. Había preferido a aquel don nadie a su padre. Y aquello era lo que más le enfurecía, lo que más le hacía odiar a aquel desgraciado.
De pronto, la gran puerta del salón se abrió. El visir escondió entre los pliegues de su túnica de vivos colores el mágico objeto, pero se relajó al ver la pequeña cabecita pelirroja de su hija menor. El mismo color que el de su progenitora.
El visir sacudió la cabeza. ¿Por qué le venían esos recuerdos a la cabeza justo ahora? Hacía mucho que la había olvidado. O al menos, eso creía.
—Río, hija, ¿puedes llamar al capitán de la guardia? Por favor —pese a su tono amable, sus hijas habían aprendido a no desobedecer a su padre. Y sobre todo, después de la marcha de una de sus hermanas.
La pequeña Río asintió y se marchó corriendo alegremente por donde había venido. Era tan inocente, tan alegre… Ni siquiera entendía la marcha de su hermana.
A los pocos minutos, su hija regresó con el capitán de la guardia, un hombre de confianza. De los pocos que le quedaban, reflexionó el visir. Y él sabía cómo cuidar a sus allegados.
Tras los debidos saludos y reverencias, y una vez Río se hubo retirado; el visir salió al balcón caminando solemnemente. De espaldas al capitán, miró su bola de cristal que relucía bajo la luz de las estrellas y ordenó:
—Mi hija Nuxal está en una de las chabolas de las afueras del Bazar, concretamente en una de tejado azul. Traiganla ante mí y arresten al joven que está con ella.
Cuando su fiel vasallo se hubo marchado, el visir guardó su esfera mágica en su baúl secreto. Después, se sentó de nuevo en su trono, con el rostro impasible. Una voz surgió de la puerta secundaria, sólo permitida para un pequeño círculo:
—Volverá a escapar. Lo sabe, ¿verdad, padre?
El hombre no tuvo que girarse para comprender que su hija mayor lo había escuchado todo. Tenía una gran habilidad para la ocultación y el espionaje. Si tuviera capacidad de liderazgo… Hubiese sido la heredera perfecta.
El visir no respondió. Se quedó pensativo, mirando al infinito; desoyendo las palabras de su primogénita.
Tratando de ignorar a su conciencia, que le echaba en cara lo que había hecho.
Había vuelto a cometer el mismo error.
Espero que te guste. Y felicidades, te las mereces. Voy a ir cerrando el post, que me voy a poner sentimental a este paso. ¡Zorionak!