Se dice en algunos lugares, ya sea en la tinta fresca de los sabios escribanos o en la lengua de los gráciles cuenta-cuentos, que toda historia... comienza con una sencilla línea.
Y así ocurrió aquella fresca noche de otoño, cuando una delgada y casi imperceptible línea de luz recortóse contra el oscuro marco de la bóveda celeste, la cual se extendía inalcanzable, infinita y, sencillamente, hermosa sobre las extensas penumbras de todo Koholint.
Si alguien, por coincidencia, destino o simple circunstancia ajena, se hallaba observando el cielo en aquellos momentos, notaría con asombro cómo el fulgurante trazo se extendía más de lo que podía si tratárase de una simple estrella fugaz. Sólo sabrían las Diosas en dónde comenzó y de dónde vino, pero descendió de las alturas con impresionante velocidad, dejando su rastro como una pluma deslizándose sobre el papel, hasta que finalmente desapareció en algún lugar cerca del centro de la isla.
Un estruendo recorrió el lugar, sacudiendo marcos, ventanas, árboles, e incluso montañas. Y un destello, más brillante de lo que cualquier par de ojos pudo resistir, nació en algún punto del horizonte y se extendió hasta mucho más allá de las blancas costas y rocosos acantilados.
Una estrella había caído en la isla.
Algunos viajarían al alba, esperando encontrar explicaciones allí donde la piedra del cielo había caído. ¿Un cometa perdido? ¿Algún espíritu extraviado de su ruta a los cielos? O tal vez, ¿una señal, o incluso un regalo, por parte de las Diosas, como aquella reliquia dorada de poder inimaginable que alguna vez habían dejado en la tierra?
Algunos curiosos irían, sí, pero no hallarían ningún tesoro. Ni un solo trocito de estrella. Solamente una extraña estructura hecha de cristal transparente, del tamaño de, tal vez, la cama de un noble, que simulaba la mitad inferior de una cápsula hueca. ¿Un capullo? ¿Un huevo? ¿Una prisión? Intentarían pocos cosechar el cristal y venderlo, o usarlo de adorno, o tal vez forjar armas con él... pero a los pocos días, todo rastro de éste desaparecería en un destello de luz.
Porque lo que había caído del cielo, y lo que había salido de aquella prisión no era ninguna estrella ni ningún regalo de las Diosas. Ni siquiera algo de mínimo poder mágico.
Lo que había caído aquella noche no era más que un joven muchacho.
***
Lentamente, mis párpados cedieron a la tentación de abrirle paso a la luz del alba, con mis ojos curiosos por mirar dónde se encontraban. En otra situación, tanto brillo me habría cegado y obligado a darme la vuelta para hundir mi rostro en mi almohada, pero la verdad era que llevaba ya un buen tiempo despierto, sintiendo la luz del sol sobre mi rostro y la crujiente madera donde debía tener la ya mencionada mullida almohada.
No recuerdo claramente cómo llegué allí. Mucho menos por qué razón había decidido dormir en el tronco hueco de un árbol seco, lleno de hojas en el mismo estado, recargado contra la madera roída por termitas (aunque lo atribuyo al cansancio, simplemente).
Para ser sincero, no recuerdo nada. Mi nombre es Xefil y sé usar una espada; eso es lo que único en lo que, estoy seguro, mi memoria no me falla. ¿Tengo padres? ¿Hermanos? ¿Un Maestro, tal vez? No recuerdo. ¿Amigos? ¿Enemigos? ¿Una persona que se haya ganado mi amor? Tampoco. ¿Una casa, un trabajo, un pasatiempo, una mascota, unos tíos o tías, un primo, un par de abuelas y de abuelos otro más, una pluma y un tintero, un llavero, un carruaje y su caballo, un vaso de agua, un ramo de flores, algún saco bien cuidado...?
"No recuerdo nada". Una frase desagradable, amarga al pronunciar y dolorosa al pensar, que no te gustaría tener que experimentar nunca. Te lo aseguro. Una sensación terrible de impotencia y vacío, de debilidad e inferioridad, de...
...de soledad.
Y lo peor de todo, acompañado por un irrompible e innatural silencio. Una falta perfecta de cualquier sonido, en un lugar tan tétrico como un cementerio.
Ah, sí, es pertinente añadir que desperté en un cementerio. Terrible, sin duda, pero no tan aterrador como uno esperaría cuando el sol brilla en lo más alto. Tranquilo, incluso... pero una persona en mi situación odiaría la tranquilidad, puedes estar seguro.
Un trozo de tierra árida, varias veces removida, adornada caóticamente por ocasionales zonas de césped seco y, evidentemente, varias lápidas de distintos estilos y antigüedad, alguna que otra acompañada por una solitaria flor o un hermoso ramo. Y por supuesto, el cómodo árbol en el que había dormido: muy viejo, sin duda, con menos hojas que tumbas en el panteón, e invadido por las termitas. Y sus compañeros, tres de ellos, no se hallaban en un mejor estado. Finalmente, una reluciente tumba de cristal; perfectamente transparente y lisa, como si fuese una ola de mar congelada en su sitio. Todo esto rodeado por una decrépita y mal construida cerca de piedra.
Y yo. Xefil. Allí de pie, en el centro del panteón, solo y sin un solo recuerdo en la cabeza. Solamente con un triste y melancólico pensamiento:
—¿Quién soy yo?