Crucé el castillo como un rayo de vuelta a mi habitación. A casa, iba a casa. Bajo la luz del día, a la vista de todos… tal y como si nunca me hubiese ido. ¿Realmente era eso posible? ¿Podía salir a la calle y fingir ser la de antes?
Terminé de quitarme los restos de tinta frente al espejo. De vez en cuando, mis ojos se desviaban hacia el amasijo de papel negro en el que se había convertido la carta del día. «
Todavía no,» pensé, sintiendo un desagradable peso en el pecho.
«
Pronto. Pero hoy no.»
***Bajé del glider de un salto, casi temblando de pura ansiedad. «
Ya estoy, ya estoy, ohdiosmío, estoy aquí de verdad.» Me deshice de la armadura y del vehículo a toda prisa y corrí a la calle. Dios. Todo era tan... tan
familiar. El rumor del río, audible desde nuestra posición, las piedrecitas clavándose en la planta de mis pies…
Qué curioso. Contuve una mueca de dolor —me había quitado los zapatos por pura tradición, no había contado con que el volver a andar descalza sería tan incómodo. ¿No me había acostumbrado enseguida, de pequeña..?
Iba a tener que aguantarme. Sabía que, si volvía atrás, capaz era de acobardarme y no pisar París de nuevo en otro año.
Inspiré, cuadré los hombros y eché un buen vistazo a mi alrededor. Toda la fortaleza que podía aparentar era puro cuento, nada más ubicarme me entraron ganas de sollozar de nuevo. Habíamos aterrizado en un callejón en el gremio de los herreros, que preparaban ya las fraguas. Olía a carbón y a humo, pero respirarlo se me hacía hasta agradable. Y —y más allá había el camino a la plaza de la catedral que solía tomar, el más seguro para los gitanos, porque siempre había bolsas y cajas amontonadas, y los soldados nunca prestaban atención. Pero si giraba a la izquierda en ese cruce, bajaría al río Sena, donde iba yo cada día para recoger agua antes de que saliera el sol. Eso cuando ganaba Gilbert a las cartas, claro, sino iba él...
Y por encima, observando con ojos invisibles desde el cielo, estaba Notre Dame.
Había pasado un año. Un año entero, casi, pero sólo yo parecía notarlo. La catedral seguía alzándose imponente sobre los edificios, siempre presente sin importar dónde te encontrabas, ofreciendo un lugar seguro a los más necesitados. Y, en ocasiones, incluso un hogar. Sentí una punzada de culpabilidad y desvié la mirada de Nuestra Señora. No, seguro que no era la única que había sentido el transcurrir del tiempo.
—
Dios mío. ¿Alguna vez te acostumbras? —Miré a Simbad de reojo—.
A todo esto me refiero. ¿Llega el día en que vuelves y simplemente no te sientes abrumado? Yo, desde luego, no creía poder hacerlo nunca.
—
He soñado dormida y despierta con París desde el momento en el que me marché. Ahora me doy cuenta de lo distinta que es la realidad.
»Venga, ¡démonos prisa! No querrás que nos quiten el mejor sitio, ¿no?Agarré del brazo a Simbad y tiraría de él hasta que echara a correr conmigo hacia la plaza. ¿Infantil? Quizás. Pero, qué demonios, necesitaba sentirme como una cría otra vez.
Tan feliz iba que por poco no esquivé la lluvia de, uh, residuos que una considerada señora acababa de lanzar por la ventana. Chillé, me reí de la cara de susto de mi compañero, y le animé a que no se detuviera.
Hogar, dulce hogar.
—
¡Adelante, toca! —dije en cuanto encontramos un buen sitio en el que ponernos—.
No te preocupes por los pasos, yo me ocupo de todo.